Entre los flyers que anuncian las ofertas de un supermercado vecino y un catálogo mal doblado de una mueblería que atasca mi buzón, se asoma una carta emitida por la asociación de antiguos alumnos del colegio donde cursé la enseñanza obligatoria.

Un texto estándar y no personalizado, se prologa por un querido alumno en un papel fotocopiado donde se nota que han añadido mi nombre y apellidos.

El escrito me informa de que la asociación desea organizar una cena cuyos comensales serán los alumnos de la promoción del 66, que ese año celebrarían su 50º aniversario. Si estaba interesado confirmara mi asistencia vía email.

No era un buen momento. Llevaba más de una semana sin afeitarme y cerca de quince días de reclusión doméstica adornada únicamente por un pijama vintage que tenía serigrafiada la mascota del Mundial 82, el famoso Naranjito.

Disponía de un plazo generoso para contestar la invitación, por lo que aparqué la decisión. No era la primera vez que mi registro emocional cambiaba de forma súbita. Tengo la misteriosa capacidad de pasar de la depresión a la euforia en menos de 24 horas, y tal vez el día de la cena estuviera más alegre y aseado.

Parece que la medicación está haciendo efecto, soy capaz de encestar el azúcar en la taza a la primera. Ahora que apenas tengo temblores estoy presto a asistir a la cena. Tengo curiosidad por volver a ver a mis compañeros de pupitre. Además, tuve la ocurrencia de llevar un bocadillo de Nocilla para dar al evento un toque más realista. Descarté, muy a mi pesar, la idea de ir uniformado y con pantalón corto. Mi mujer me hizo entrar en razón y desechar mi intención. «¡Con el bocadillo ya vale, tampoco te pases!», me expresaba con cierta indulgencia.

Utilizando la jerga jurista, ya ha llegado el día de autos. Me dispongo a acicalarme y, mientras me afeito, me sumerjo en lo que yo denomino el síndrome del uyuyaismo. Una suerte de malos vaticinios que creo puede suceder. Cavilo mentalmente «uyuyuy si hago el ridículo», «uyuyuy si no me apetece hablar y piensan que estoy incómodo», «uyuyuy…». Opto por resetear el disco duro de mi cabeza cambiando las especulaciones por viejos recuerdos de la escuela que me reconfortan.

El restaurante se halla cerca de la playa. Es un día laborable y apenas hay clientes. Nos han dispuesto un reservado. Soy el primero en llegar. Me he desplazado en moto, pues los días que me aíslo en exceso hacen que el desuso descargue la batería, e ir a la cena era una buena disculpa para encenderla.

A los pocos minutos empiezan a llegar los antiguos compañeros de clase. Nos dimos cita una veintena. Quedaron vacías cinco sillas. Nos sentamos como en clase, por orden alfabético.

Si un dron sobrevolara la sala, divisaría una colección de cabezas heterogéneas. Unas con síntomas de alopecia, otras de cabello cano y una tercera remesa que rinden homenaje a la conocida marca de tinte Just For Men.

Abre la conversación en grupo Daniel, que nos cuenta cómo le ha ido la vida. Daniel era un excelente estudiante. Lo único que tenía de vago era su ojo derecho. El oculista le obligó a llevar un parche color piel durante cuatro cursos académicos. Eso sí que es estigmatizar a un crío. Era la mofa de los compañeros, se pasó de nombrarle cuatro ojos rey de los piojos a otros motes que a día de hoy serían un claro ejemplo de bullying.

Recordamos juntos los carnavales del 74. Le convencí para que me dejara dibujarle en el parche un ojo de colores con pestañas de jirafa. Fue un día memorable, todos lo pasamos bien. Daniel se convirtió en el personaje más aclamado. Por primera vez era él quien se reía de los demás.

Aparece una mujer en el reservado diciendo en voz alta: «¿No sabéis quién soy? Soy Joaquín», manifestó con un ademán nervioso incapaz de descomponer la expectación que había provocado entre los presentes. Nos contó que después de fallecer su madre decidió someterse a una cirugía de cambio de sexo.

El entorno familiar de Joaquín, unido a una hipócrita filosofía solo propia de un colegio de curas, malogró su infancia. Es como si lo fusilaran con balas de fogueo.

Joaquín, que ahora se hacía llamar Kim, desde niño siempre mostró de manera persistente su identificación con el sexo contrario. En su comportamiento a la hora de jugar, de ir al gimnasio, de hablar de fútbol, de las chicas… se advertía con facilidad un evidente rechazo a sus genitales. En los momentos donde los sacerdotes o su madre no estaban presentes, se refería a sí mismo como niña.

«Quién soy y quién siento que soy» era la reina de sus reflexiones durante su adolescencia. Kim era, sin duda, un niño transgénero incomprendido por sus padres, apedreado moralmente por los curas y carne de psiquiatras que, por entonces, parecían adoctrinados por una práctica clínica iluminada por la Inquisición.

Noté cómo, de manera inconsciente, fiscalizábamos con la mirada el aspecto de Kim, así que exhibí mi enorme bocadillo de Nocilla canturreando el himno del colegio. Todos me secundaron y detrás de Kim formamos una fila sujetándonos la cintura uno detrás de otro y rodeando la mesa en tanto que desafinábamos la cantinela de la escuela.

Nacho nos sirve un poco de vino, al tiempo que nos hace saber que está casado y tiene dos hijos, que cómo pasa el tiempo. Su hija mayor ya ha acabado la carrera. «¡Es increíble!», exclama. Nacho siempre ha sido hermoso, como dirían las abuelas de los setenta, un calificativo a medio camino entre gordito y atlético. Su cara redonda le servía de marco natural para acomodar unos mofletes rosados que parecían sujetados por pinzas cuando se reía.

Ignacio, como le llamaban los curas, era el preferido del Padre Sugus. El singular clérigo daba la asignatura de Geografía e Historia, y cada vez que se comenzaba un capítulo del libro de texto exigía a Nacho que lo leyera en voz alta. Pero no desde su pupitre como los demás, le solicitaba casi babeante, que se sentara sobre sus rodillas, que él le guiaría con el dedo los renglones que tenía que repetir.

Nuestro compañero soportaba un problema de dicción que le impedía vocalizar con seguridad, dificultad que iba in crescendo cuando se ponía nervioso. Nervios que aprovechaba el Padre Sugus para acariciarle lentamente como quien consuela a un débil de espíritu.

Al acabar la lectura, siempre le hacía entrega de un par de caramelos sugus que Nacho recogía sin mirarle a la cara y medio tiritando. Años más tarde vimos en las noticias que el Padre Sugus había sido denunciado por abusos reincidentes cometidos a lo largo de 20 años.

«A ti no te preguntamos cómo te va, Carlos, ya lo sabemos todos» expone Daniel, el responsable de que la reunión tuviera lugar. «Recientemente nombrado ciudadano distinguido por el alcalde, loco, padre de familia…», continúa. A lo que yo añado: «Y no te olvides de que siempre vivo en verano, como dicen los amigos de mis hijos. Es lo único bueno de ser pensionista. Dame pan y llámame tonto», concluí.

Del resto de los comensales no hay nada que destacar, su vida está dentro del prototipo que los cuerdos definen como normal.

*AFDEM