Que el débil no caiga en manos del fuerte. Acaso el propósito más noble que encierra la política. Un deseo que estuvo y estará en la mente de todo aquel que pretenda gobernar con sentido de la justicia. «Vetlar perquè els grans no oprimisquen els menuts», reza el Testamento del mismísimo Jaume I, suscrito el 30 de julio de 1276. Una cierta igualdad como objetivo. Al menos, un cierto sentido del equilibrio y de la ponderación social. Para algunos se trata de que nadie sea lo suficientemente rico como para poder comprar a nadie y nadie lo suficientemente pobre como para tener que venderse. A vueltas con la igualdad.

Otros proponen que nadie pueda acumular un bien en tal proporción que le deje en una posición dominante o hegemónica ante los otros. De alguna manera, se trata de impedir los monopolios/oligopolios excluyentes. Una sociedad sin extremos. La desigualdad no es una externalidad que debamos asumir como algo natural y lógico del sistema. La desigualdad necesita ser, como concepto, repolitizada. La desigualdad es un efecto con causas que la originan. Como tales, reprogramables. A eso debe dedicarse la política en todos sus niveles y esferas. A reprogramar las cosas para reequilibrar los desajustes.

Mark Zuckerberg, fundador de Facebook, sugiere que toda persona tiene derecho a tener un plan. Un plan. Un proyecto de vida. Un camino, una oportunidad. Esta es la encomienda más sagrada que deben recibir todas las instancias políticas que se dediquen a los asuntos públicos. Este es el más puro de los mensajes que parten de las urnas en una democracia. Desde los ayuntamientos, primera línea de defensa de la convivencia y atalaya básica para pulsar el compás ciudadano, hasta las altas y lejanas instituciones europeas.

No es que no haya sido así o no lo esté siendo. El tema es que debemos correr más. Europa comenzó peligrosamente a dejar de ser la referencia de la protección social. Al desplazar a las personas como centro y medida de todas las cosas (esencia del humanismo desde Protágoras) deshumanizó el sentido y el valor del gran proyecto común. Desde una perspectiva económica, industrial y estratégica, Europa ya no es el ombligo el mundo.

Este es el devenir de los acontecimientos con el consiguiente baño de realismo que debe asumir el viejo continente. Pero lo que resulta verdaderamente grave no es tanto que China sea la fábrica del mundo y se disponga a ser también el cerebro del planeta. El drama es que Europa se rinda en sus principios fundacionales. Un imperio de derechos, libertades y progreso social. No sabemos gran cosa acerca del futuro. Solo sabemos que será diferente. Las tiranías cambiarán de rostro pero tiranías serán. Tendrán la faz desfigurada o transfigurada en forma de algoritmo, pero tiranías serán. La cuarta revolución industrial y la llamada segunda edad de la máquina han terminado por destronar a Europa. El dilema es si seremos capaces de reencontrarnos en la defensa del humanismo y los valores, varias veces centenarios, de la Revolución francesa y a Ilustración. Valores que vienen de lejos y que siguen siendo la mayor vacuna contra las injusticias, los desequilibrios, las desproporciones que azotan siempre a los más débiles.

*Doctor en Filosofía