Tras el 11-S, el presidente Bush convocó en la Casa Blanca a los magnates de los grandes estudios de Hollywood. Quería aprovechar su experiencia en las superproducciones de catástrofes para predecir futuros golpes de BinSPnSLaden contra Estados Unidos. Las calamidades terroristas, financieras y víricas de este milenio han degradado el concepto de lo imposible, hasta el punto de que nunca ha estado el mundo mejor preparado para una nueva pandemia. Esta vez se dispondrá de mascarillas, guantes, respiradores y, sobre todo, epidemiólogos, toneladas de epidemiólogos. Por desgracia, el próximo cataclismo no será provocado por un virus.

Conviene no depositar una fe excesiva en la programación de las catástrofes. Quienes confundieron al covid-19 con una gripe vaticinan ahora sucesivas réplicas declinantes de la infección. Estas ondulaciones serían tranquilizadoras, una cronificación de la pandemia que menosprecia la capacidad de improvisación de un planeta desquiciado al tener que sostener a ocho mil millones de seres humanos.

La familiaridad adquirida con el coronavirus no debe impulsar un nepotismo pandémico, que ya fracasó al inflar el futuro del terrorismo islámico, el sida o el primer SARS. Las mascarillas pueden transformarse en cascos, los epidemiólogos deben ceder una oportunidad a sismólogos, vulcanólogos o cosmólogos. El repertorio de futuras calamidades es variado y hollywoodiense.

El coronavirus ha apaciguado a las plagas de matriz humana, empezando por la hipótesis de un conflicto armado. Entre otras cosas, porque los bombardeos de o desde Teherán y Pyongyang solo obtendrían hoy un hueco en páginas interiores. No se puede matar al coronavirus, porque ya está muerto por definición de virus. Su sucesor en el calendario acecha, pero será inesperado. La única ventaja es que ya nadie necesita ser persuadido de un nuevo ensayo apocalíptico. Se ha instalado la certeza de una próxima tragedia, con un número de víctimas proporcional a la población. En pesimismo se ha progresado notablemente.

*Periodista