El PSOE de Pedro Sánchez ganó de nuevo las elecciones generales. A pesar de que la noche electoral fue prolija en titulares (el preocupante ascenso de Vox, el derrumbe de Ciudadanos, el mejor resultado de la historia del independentismo en unas generales...), la principal conclusión es esta: que el PSOE, después de la fallida investidura tras el 28-A y a pesar de una pésima campaña electoral repleta de errores, volvió a ganar. Sánchez resistió el malestar del electorado (solo cedió 3 escaños) pero se quedó lejos de la mayoría suficiente a la que aspiraba para gobernar en solitario de forma más estable y evitar tener que repetir el proceso negociador fallido con Unidas Podemos. Aun así, es difícil que en la Moncloa y Ferraz durmieran anoche más tranquilos después de esta repetición electoral.

Poca duda cabe de que la repetición electoral ha sido un fracaso que no ha contribuido a clarificar el bloqueo de la política española y que solo ha sido beneficiosa para la ultraderecha de Vox, flamante tercera fuerza política en el Congreso. Tras el 10-N, la gobernabilidad está más difícil de lo que estaba la noche del 28 de abril. El bloque de izquierdas sigue siendo mayoritario, pero es más débil que entonces con la ligera caída del PSOE y una más pronunciada de Unidas Podemos (UP) que no compensa la modesta irrupción del Más País de Íñigo Errejón.

El bloque de derechas se queda lejos de sumar pero ha vivido un trascendental trasvase de votos: el desplome de Ciudadanos lo ha aprovechado sobre todo la ultraderecha de Vox, para alborozo de otros líderes ultras de Europa como Marie Le Pen y Matteo Salvini y desgracia de la democracia española. Vox no solo devoró a Ciudadanos, sino que impidió que el crecimiento del PP de Pablo Casado fuera tan acentuado como algunas encuestas habían previsto. Conviene no minusvalorar lo que ha logrado Vox. Sus 52 diputados podrán hallar eco en el Parlamento para su tóxico concepto de la diversidad, la igualdad y los derechos y libertades. Pero, sobre todo, dificultarán cualquier intento de moderación o de viaje al centro del PP, empezando por la investidura de Sánchez. Este es uno de los motivos por los que la gobernabilidad del país sale peor parada del 10-N que del 28-A.

Salvo giro copernicano de los diez diputados de Ciudadanos, la nueva geometría del Parlamento ofrece dos posibles fórmulas para acordar una investidura de Sánchez. Por un lado, el acuerdo de izquierdas junto a partidos nacionalistas vascos y catalanes y regionalistas, que incluye alguna fórmula de colaboración de ERC. Las dificultades de esta posibilidad ya quedaron patentes tras el 28-A, con el agravante de que los actores hoy son más débiles. La segunda fórmula sería un acuerdo de algún tipo entre PSOE y PP. En otra democracia europea probablemente esta sería la primera fórmula de negociación que se pondría sobre la mesa, pero en la política española es muy difícil. Anoche Casado afirmaba al mismo tiempo que ejercerá la responsabilidad con el país y que su programa y el socialista son incompatibles.

La gestión de la crisis catalana dificulta aún más las negociaciones por la gobernabilidad. ERC y PSC fueron de nuevo las dos fuerzas más votadas en Cataluña, mientras que JxCat creció y la CUP logró por primera vez representación parlamentaria. La triple derecha se repartió el botín de Ciudadanos y logró un escaño menos que hace seis meses. El buen resultado de JxCat y la irrupción de CUP no le pondrán fácil a ERC repetir la buena predisposición ante un pacto de izquierdas. Y menos con unas elecciones catalanas que parece que serán más pronto que tarde.

Los electores le han dado a Sánchez otra oportunidad. Solo él puede formar gobierno. Su problema es que las condiciones son peores que las que tenía tras el 28-A. La persistencia del bloqueo sería desoladora, pero para romperlo es necesaria la inteligencia y responsabilidad políticas que en los últimos meses brillaron por su ausencia.