El mensaje institucional pronunciado anoche por el presidente de la Generalitat de Cataluña, Carles Puigdemont, fue desmesurado, parcial, cínico, demagógico y contradictorio; estéril, en una palabra. Fue desmesurado porque atacó al Felipe VI hablando en nombre de todos los catalanes, incluso de aquellos a los que gustó el discurso del monarca. Fue parcial porque ignoró que el 1-O representó una felonía antidemocrática, sin garantías. Fue cínico porque realizó invocaciones a la Constitución que él mismo incumple a conveniencia y porque insistió en la represión del Estado español frente a un supuesto fair play del pueblo catalán que en realidad es una engañifa. Fue demagógico porque llamó al diálogo que él y su Gobierno niegan a la oposición y porque se dirigió a los españoles que «entienden» a los catalanes intentando dividir al Estado como ya lo ha hecho con Cataluña. Y fue contradictorio porque mientras mantuvo que seguirá dando los pasos para trasladar donde corresponda los resultados del referéndum fallido apeló de nuevo a una mediación imposible. Se le olvidó al presidente catalán recordar que su propuesta solo ha recibido las simpatías de los partidos más recalcitrantes y derechistas de Europa, aquellos que quieren dinamitarlo todo.

Frente a los delirios de un Puigdemont sedicente que sigue instalado en la desobediencia y en la huida hacia ninguna parte, el presidente de la nación, Mariano Rajoy, continuó ayer midiendo los tiempos con una templanza exasperante. Aguardando al PSOE con tal de no asumir en solitario la suspensión de la autonomía catalana, para la que está facultado por la ley, su retraso es ya incomparecencia. En una España colapsada moralmente, cada día que pasa son más los ciudadanos de toda clase y condición que se independizan emotiva, afectiva y grupalmente de Cataluña. Y esto no hay artículo de la Constitución que lo repare.

El daño que ha inferido a España el bloque soberanista es enorme. En su mano está la posibilidad de que la gravísima situación creada por la sinrazón pueda revertirse antes de que la inminente aplicación del artículo 155 marque un antes y un después. Le queda a Puigdemont una única salida: parar el proceso secesionista, sin el espantajo de una mediación que no se va a producir, y disolver el Parlament para convocar unas elecciones autonómicas donde se vote de verdad. Ayer desaprovechó su penúltima oportunidad de capitular.