La epidemia del Sida supone a nivel global un problema de salud pública por el número de personas afectadas y, sobre todo, por las repercusiones psicosociales que genera en la población. Según estudios recientes, la infección por VIH sigue de la mano del estigma a lo largo de la geografía mundial incrementado, todavía más, la vulneración de aquellas personas que ya sufrían discriminación por motivos como su procedencia, su orientación sexual o su nivel socio-económico.

De esta forma, la polarización de la sociedad parece más patente, si cabe, entre aquellos colectivos afectados por la infección del VIH y, más todavía, entre aquellas poblaciones que no pueden acceder a un sistema de detección precoz adecuado y un conjunto de cuidados que garanticen el abordaje eficaz de la infección. Condicionantes que se perciben distantes en el tiempo y la geografía pero que pueden, a su vez, coexistir en espacios limitados del presente: algunas barreras continúan siendo invisibles.

Más allá de los descubrimientos que, a partir del año 1996 permitieron a parte de la población acceder a la terapia antirretroviral y de los últimos hallazgos científicos que permiten avalar el estado de indetectabilidad entre personas adherentes a los tratamientos médicos, coexisten otras excluidas que ni siquiera pueden optar a realizarse las pruebas de detección o, en muchos casos, deciden no hacerlo.

En nuestro entorno, todavía demasiadas personas nos sentimos invulnerables aun realizando prácticas de riesgo y parecemos sentirnos más cómodas, incluso más protegidas, atribuyendo una mayor probabilidad de exposición a aquellos grupos que calificamos de riesgo. Así que nos empeñamos en diferenciarnos por cualquier detalle: el color de piel, la orientación sexual, la procedencia y quién sabe si su altura, pues todos estos motivos (como ya ha demostrado la literatura científica) parecen igual de infundados. Así pues, al igual que no tenemos en cuenta potenciales peligros lejanos, manejamos nuestra cotidianeidad como si la infección por VIH no existiera en realidad y continuamos haciendo conductas de riesgo, sin ni siquiera plantearnos la posibilidad (científicamente probada) de estar infectados.

Lógicamente, desde esta premisa basada en la existencia de grupos de riesgo (de los que por supuesto creemos no formar parte), queda totalmente deslegitimada la necesidad de realizarse la prueba de detección de anticuerpos, aunque dispongamos de ella de manera confidencial, anónima y gratuita. Una premisa en la que el desconocimiento legitima la continuidad e incremento del riesgo sin ser conscientes de que podríamos formar parte de ese 47,8% de los casos que presentan un diagnóstico tardío,según el Centro Nacional de Epidemiología (2018). Casos en los que se producen más dificultades en el abordaje de la infección y en los que, sin ser conscientes, podemos poner en peligro la vida de nuestras parejas sexuales. Y es que más allá de las primeras cifras de la epidemia estatal, en las que la mayor parte de transmisiones se relacionaba con el consumo inyectable de sustancias, en la actualidad, más del 80% de los casos de infección por VIH se derivan de las relaciones sexuales desprotegidas.

Sin embargo, las personas identificadas y señaladas son aquellas que, reconociendo su seropositividad, procuran el cuidado en sus relaciones sexuales de riesgo e intentan integrar en su cotidianeidad social la inocuidad del virus. Una inocuidad que topa con la barrera social del estigma y el prejuicio y deteriora su calidad de vida. Un desconocimiento que levanta muros y barreras que impiden ver lo infundado del miedo. Un miedo irreal (también lo dice la ciencia) a compartir los espacios públicos, los entornos de trabajo, los centros educativos… Un temor desajustado que, al mismo tiempo, convive con un optimismo ilusorio que nos hace creernos (en demasiadas ocasiones) fuera de la probabilidad de riesgo, aunque algunas de nuestras conductas sí han demostrado facilitar la transmisión del virus.

Quizá si redujéramos el optimismo y fuéramos conscientes de las prácticas de riesgo pasadas y presentes... Quizá si reflexionáramos sobre nuestras inseguridades y miedos y deconstruyéramos los prejuicios hacia las demás personas… Quizá si nos miráramos al espejo y pudiéramos ser sinceros, seríamos conscientes de nuestras limitaciones y no proyectaríamos el miedo hacia otras personas. Quizá eso nos permitiría comprender y respetar más trayectorias vitales, con independencia de unos posibles resultados diagnósticos. Entonces, quizá sería más fácil revertir la epidemia y, seguramente, algunas de sus consecuencias a las que, siendo o no conscientes, muchas veces contribuimos.

*UJI Hàbitat Saludable