Querido/a lector/a, hay noticias que están en boca de patrios y foráneos. Como por ejemplo, el último Consejo de Ministros/as que ha aprobado la exhumación de los restos de Franco. Daba igual que te fueras a un almuerzo como que leyeras el periódico. En un caso era la voz de un vecino y, en el otro, la de algún miembro de la Comisión de la ONU que hace tiempo nos aconsejó que retirásemos los restos del dictador para que el Valle de los Caídos pudiese tener cierto sentido de paz.

Pero lo que me ha llamado la atención hasta el desconcierto son alguna de las palabras del arzobispo de Madrid, el cardenal Carlos Osoro. Esas que, después de manifestar que la Iglesia acataba el mandato legal, dicen que muestran su disposición para acoger en terreno sagrado los restos mortales de un bautizado.

De todas formas, no quiero negar, porque es posible que mi turbación puede ser consecuencia de mi ignorancia sobre asuntos de religión o de fe. Pero si me invade esa desazón es porque como tantos otros estudiantes de mi época, de aquella en la que la religión era asignatura obligada, se me exigía conocimiento de pecados que provocan excomunión, anatema o no ser enterrado en camposanto por suicido o ir contra la propia vida. Y lo digo, simplemente, porque aún imaginando que esto debe de haber cambiado, Franco no es un personaje cualquiera, con su golpe contra el orden constitucional republicano y con la guerra y sus consecuencias (en los frentes, en la retaguardia, tras la victoria golpista, en los batallones de trabajo, en el exilio obligado, en los campos de internamiento franceses y en los de exterminio nazi…) es responsable de centenares de miles de muertos. Situación que me obliga a preguntarme: ¿Qué más necesita la Iglesia para decirle a un bautizado genocida que ha atentado contra la máxima obra de Dios, contra el ser humano, que ya no es uno de los suyos? No lo sé. Pero debería existir algo.

*Analista político