Memento mori (recuerda que morirás) es una frase latina que recuerda la mortalidad del ser humano. Suenan las últimas campanadas del año y Carmiña siempre tiene el mismo pensamiento: «¿Qué será de mi hija cuando yo no esté?». Carmiña es una jubilada de una conservera de las Rías Bajas. Al estigma de ser madre soltera se le unió, sin pedir permiso, dar a luz a una hija con trastorno mental grave en una España donde regía un Estado totalitario. Una época que excluía a los homosexuales calificándolos como invertidos y a las personas que padecían una patología psíquica como vagos y maleantes.

En sintonía con cada campanada de fin de año, mientras las manchas ocres de las manos de Carmiña se confundían con los lunares de las uvas, vuelve a tener otro pensamiento y, en esta ocasión, en forma de deseo/súplica navideña: que su hija tenga un futuro que pueda soportar a solas. En su casa nunca hablan de estas cosas porque a todos les hace daño. Prefieren compartirlo en silencio con un abrazo fuerte, casi desesperado, a la hora de brindar por el nuevo año.

Ana es la hija de Carmiña. Tiene 55 años. Su situación patológica fue constantemente mal entendida, marginada y subestimada. Los especialistas de la época la convirtieron en una media persona arrancada de las paginas de un manual de diagnóstico DSM que la cosificó. Más tarde, otro facultativo tuvo la potestad de ampliar su enfermedad a brotes psicóticos. Una excusa perfecta para servir de conejillo de indias para conocer los efectos secundarios que provocaban los antipsicóticos de primera generación, o analizar los daños colaterales de la aplicación de la terapia electroconvulsiva, más conocida como el electroshock. En definitiva, doctos profesionales que entienden la empatía como una sospecha.

Carmiña sufre por su hija. Ana era una excelente deportista y desde hace demasiado tiempo ya no es lo que era. Su sonrisa parece mutilada, vive ajena a lo cotidiano y en sus ojos jamás se repite una mirada. El único consuelo es que es feliz porque ignora que no lo es. Ana parece una cometa a merced de un huracán. Un tornado sanitario administrativo que ha elevado a la categoría de arte contemporáneo la asquerosa habilidad de mirar para otro lado. Y a una administración que elabora un discurso tan hipócritamente equilibrado para evitar ofensas se le debe exigir la atención a las personas con trastorno mental grave por respeto a las mismas, y no por lo que su diagnóstico les pueda sugerir.

Lo que a Carmiña le causa inquietud, insomnio, en todo lo que rodea a la salud mental, a otros produce suculentos derechos de autor, beneficios fiscales, descuentos en la seguridad social e insultantes ingresos farmacéuticos.

Carmiña, como cualquier madre, lucha por todos aquellos derechos básicos que puedan dar bienestar a su hija y sean capaces de independizarla. Por ejemplo: el derecho al trabajo, aunque este sea aburrido, repetitivo y dure solo lo que dura la subvención que concede el estado a la empresa por fichar a una persona con un grado de discapacidad; el derecho a la vivienda, aunque se trate de un piso compartido decorado por un asistente social o un psicólogo; el derecho a ponerse enferma y no sufrir agravios comparativos; el derecho a que pueda ser vieja, aunque tenga que subsistir con una pensión mínima; el derecho a ser frágil en una sociedad con miopía ética y social que parece no soportarlos y los arrincona bajo un constante disfraz cultural e ideológico.

La salud mental en la sanidad pública es como la tragedia del Titanic , no existen botes salvavidas para los pasajeros de tercera clase. Padres y madres como Carmiña siguen a día de hoy preocupados por el futuro de sus hijos. Son la esencia de su vejez. La administración no ha sido capaz de dar tranquilidad a los padres.

La diferencia entre dos discapacitados, uno físico y otro psíquico, es que el segundo tiene la carga añadida de ser visto como un problema social.

Un problema que parece que solo deben solucionar los padres, que se encuentran solos, siempre pensando qué será de sus hijos cuando no estén. H

*AFDEM