Quizá nunca habíamos estado en París, quizá nunca habíamos visitado Notre Dame. O quizá sí y habíamos abierto mucho los ojos para intentar abarcar de una sola vez su fachada y habíamos retrocedido unos cuantos pasos para hacer la foto con el móvil que después colgaríamos en las redes convenientemente etiquetada y con unos cuantos emoticonos felices al pie. Quizá solo esto y nada más: no la habíamos estudiado, no habíamos sabido nunca exactamente en qué siglo se construyó, si había sido reconstruida después, si dentro había objetos de valor, qué simbolizaba y qué no, cómo encajaba en la historia de la ciudad... Quizá simplemente conocíamos la catedral como turistas que en el mismo viaje nos pateamos medio París y ahora tenemos mezcladas en la cabeza todas las sensaciones que sentimos entonces al pisar uno, dos, tres, una docena, veinte lugares de obligada visita cuando se viaja a París, sensaciones que ahora solo sabemos expresar con un generalísimo «es muy bonito, París, precioso», y basta.

Con todo, el lunes por la tarde nos quedamos un buen rato hipnotizados mirando este fuego, cómo devora la iglesia, sin poder evitar pensar que esto es una tragedia. Y es que es cultura, lo que quema: la cultura anterior al momento en que Notre Dame fue erigida y toda la que se ha construido después a su alrededor: la de la ciudad entera creciendo en torno a ella y modernizándose después por fases; la cultura turística, incluso, que también ha ido cambiado, pero siempre a su sombra.

El estremecimiento que nos sacude ante las noticias cuando se quema una de estas construcciones humanas que son concreción de aquello impalpable que es la ingeniería, la arquitectura, la religión, el urbanismo, la tradición, la literatura... es probablemente lo más cercano que nunca estaremos de captar de golpe el significado de la cultura, de su esencia de cosa compartida por todos a lo largo de todos los tiempos.

*Periodista y escritora