Solemos vivir de espaldas al mar. No es una leyenda urbana. Vivimos girados aunque estemos muy cerca, juntos, pegados. No es un mito. No lo es porque tomamos constantemente decisiones que lo perjudican. Quizá no lo hacemos dolosamente, pero sí con esa narcotizada inconsciencia que no puede acabar bien.

Los datos presentados recientemente por la comunidad científica certifican la tragedia que está en curso. El Mediterráneo corre peligro. Las toneladas de plásticos y microplásticos que se vierten de forma inmisericorde comprometen su futuro. En 2050 habrá más deshechos que especies animales en el medio marino.

El futuro de los mares y los océanos es el futuro de la vida. La viabilidad de todo. Los sistemas de depuración siguen siendo vulnerables. Aunque una ciudad cumpla. Aunque una región cumpla. Aunque un país cumpla, la salud no está garantizada. Los fondos marinos y el patrimonio natural, por definición, no entienden de fronteras ni de demarcaciones administrativas o políticas. Estamos ante una nación llamada planeta. Un solo planeta. El mar es apátrida. Desconoce banderas. Vive o muere. Vida o muerte. No hay más.

El venerable comandante Cousteau nos enseñó a valorar los océanos y mares. A quererlos vivos. Advirtió con antelación sobre los peligros de la arrogancia humana y su desprecio a los equilibrios naturales. Al científico francés se atribuye la frase de que «Algunos atacan al mar. Yo le hago el amor». Ciertamente, necesitamos que regresen los buenos tiempos para la lírica. Tiempos en los que una nueva generación ponga orden y revierta la situación. Una generación que sepa amar.

Hace unos días, biólogos marinos señalaban el camino de la esperanza. No está todo perdido. Si los gobiernos y las sociedades se conjuran para actuar, podemos salvar los muebles. Podemos evitar la catástrofe. La voluntad de hacerlo y el uso acertado de la tecnología pueden detener la deriva. Resulta esencial alimentar un relato optimista del futuro. Necesitamos creer en el futuro. No podemos quedar huérfanos de futuro. Solo se pierden las batallas que no se libran. Llevamos muchos años contemplando la pérdida de las constantes vitales del planeta. En realidad lo que cae es la autoestima de la humanidad hacia sí misma. Una ceguera reversible porque, claro que sí, podemos ser perfectamente capaces de darle la vuelta.

La solución quizá la señaló hace años Umberto Eco depositando sus esperanzas en las futuras generaciones, dando por perdida la suya. En realidad esas generaciones ya comenzaron a desfilar. No sabemos muy bien hacia dónde.

La esperanza, coincido, vendrá fundamentalmente de los más jóvenes, pero todos seremos necesarios. Nadie puede borrarse de este compromiso. Necesitamos asumir la viabilidad de la esperanza y, al mismo tiempo, asumir la responsabilidad de que, de acuerdo con la comunidad científica, estamos ante la última oportunidad de hacerlo. En eso también hay unanimidad: la última.

*Doctor en Filosofía