Perder una votación tan importante en este momento como la renovación del estado de alarma sería una enorme debilidad para cualquier Gobierno. Pero ganarla dejando fuera de juego a los grupos que apoyaron al Ejecutivo de Pedro Sánchez y Pablo Iglesias parece, a simple vista, una temeridad. Esto es lo que pasó el miércoles pasado. PSOE, Unidas Podemos, PNV y Ciudadanos sacaron el estado de alarma adelante gracias, también, a la abstención de Bildu. La sorpresa saltó cuando, en un comunicado conjunto de los abertzales con el PSOE y Unidas Podemos, se anunció que el apoyo pasivo del grupo vasco fue a cambio de una derogación integral y exprés de la reforma laboral del PP. En el pacto de gobierno solo figuraban tres puntos concretos y pareció durante unas horas que se iba mucho más allá y mucho más deprisa. Hasta que un comunicado del PSOE dejó claro que el alcance y el ritmo de la derogación era el de la investidura.

El episodio ha mostrado una debilidad del Gobierno que parecía disipada en parte al ganarse el apoyo de Ciudadanos en dos votaciones consecutivas, reduciendo la capacidad de presión de sus socios de investidura, especialmente ERC, y de la oposición del PP. Todo se esfumó por una mezcla de impericia, funambulismo y pánico escénico. Pero lo peor es que no solo debilitó al Gobierno sino que lo puso en el disparadero de ser un socio poco de fiar ante quienes le salvaron los muebles, PNV y Ciudadanos, o se los pueden salvar en el futuro, ERC y los grupos más minoritarios. Todo ello al margen de la incómoda posición en la que han quedado tanto la vicepresidenta Nadia Calviño como la ministra Yolanda Díaz.

Aún más grave que este desgaste político ha sido el roto que ha provocado en el diálogo social que parecía encarado en las primeras semanas del estado de alarma. La patronal CEOE lo ha abandonado, esperemos que el Gobierno se esfuerce en que sea temporalmente, y los sindicatos también se mostraron molestos. El pacto, como insistió el propio Sánchez en las primeras semanas del confinamiento, es la mejor salida, quizá la única, de la crisis económica y social que se sobrepone a la sanitaria.

Nadie duda que España necesita un marco laboral que cuente con el acuerdo de una mayoría parlamentaria pero también de los agentes sociales. Ese es el peor mal de la reforma del PP que ahora se pretende derogar. Nació coja por la falta de apoyo, y casi de diálogo, con los sindicatos. La misma patronal lo sabe porque su aplicación ha estado cargada de litigiosidad hasta que una sentencia del Tribunal Constitucional puso en evidencia la agresividad de alguno de sus preceptos. Lo principal es el acuerdo que favorece la seguridad jurídica y, por lo tanto, la estabilidad que se necesita para crear ocupación. Los niveles de paro y su larga duración van a provocar un aumento del número de personas en el umbral de la pobreza. Y eso es un drama social que lastra también el progreso de la economía porque caen el consumo y los ingresos del Estado. El Gobierno intenta en las últimas horas reconducir este despropósito. Es de interés nacional que lo consiga porque aquí no se trata ahora de que le vaya bien a un partido o a otro sino de que el que toma decisiones acierte lo más posible. Ya habrá tiempo de pasar cuentas con las responsabilidades de unos y de otros. En este episodio lo son fundamentalmente del PSOE y de Unidas Podemos.