Hoy por la mañana me telefoneó Leandro, un compañero de pupitre de la ya extinguida EGB. Reconocí de inmediato su voz, por lo que no dudé en saludarle con jolgorio utilizando el mote que le pusimos cuando éramos unos críos.

Al no ser correspondido mi entusiasmo, noté que pasaba algo raro. Leandro me comunicó con voz arenosa que Petra, su mujer, se había suicidado la pasada tarde. Me trasladó su pesar a través del hilo telefónico con tal vehemencia que se me resbaló el auricular de las manos.

Un «lo siento» casi inaudible cortó de forma súbita el silencio entre un emisor y un receptor que nunca hubieran deseado coincidir para emitir y recibir semejante mensaje.

Aunque pasaron más de 40 años desde que nos despedimos de la enseñanza general básica, Leandro y yo nos veíamos con frecuencia.

Conocía mi estrecha vinculación con la salud mental. Siempre me mandaba un Whatsapp con emoticonos cuando sabía de mí por los medios de comunicación. Trabaja en una sucursal bancaria cerca de mi casa, por lo que nos cruzamos a menudo por la calle y aprovechamos para tomar algo. Entre consumiciones que pagamos a escote me desvelaba, poco a poco, el sufrimiento emocional de Petra.

Recuerdo que una vez me trasladó su preocupación acerca de las compras compulsivas e inútiles que su esposa llevaba a cabo.

Las pasadas navidades, me relataba, se había presentado en su domicilio un pedido de unos grandes almacenes en cuyo albarán se reflejaba la adquisición de veinte pares de zapatos de charol rojo completamente idénticos. «Menos mal que estaba en casa, anulé la compra de inmediato. ¿Tú qué opinas?» me dijo.

Nunca me gustó dar consejos a nadie y menos los relativos a la conducta. Preferí intentar relajarlo con un chiste: «¿sabes que me hubiera gustado ser médico pero no pude conseguirlo porque tengo buena letra?» No logré que cambiara de tema, pero por lo menos nos echamos unas risas y pedimos otra caña exigiendo que viniera con unos pinchos de tortilla.

Quedamos en volvernos a cruzar en la misma calle y a la misma hora del día siguiente. Pero Leandro no apareció en ningún momento a lo largo de la acera que me había paseado en dos ocasiones a paso lento. Decidí enviarle un Whatsapp para vernos otro día. Me contestó siete horas más tarde.

En su respuesta virtual me comunicó que tuvo que ausentarse con urgencia del banco porque le telefonearon desde un comercio de alto standing, preguntándole de mal humor si estaban hablando con D. Leandro Chaffé, el marido de Dña. Petra Sanz. Contesto que sí, que efectivamente Petra era su pareja. «¡Pues venga inmediatamente!» profirió la dependienta antes de colgar y tras haberle facilitado las señas donde tenía que aparecer con urgencia.

Leandro se personó en la tienda lo más rápido que pudo. Los nervios le hicieron escribir la dirección deprisa por lo que tardo demasiado tiempo en descifrar su propia letra, retrasándose más de la cuenta.

A medida que se aproximaba al lugar de encuentro, pudo reconocer a Petra. El gran escaparate del comercio permitía divisar su lujoso interior sin dificultad. El verla sonriendo calmó su ansiedad. Parecía contenta, no podía tratarse de nada malo. Cavilaba.

Una de las vendedoras notó que Petra recibía con alborozo a Leandro por lo que dedujo con acierto, que era su marido. Desde un mostrador donde se envolvían con esmero artículos pensados solo para unos pocos consumidores, la dependienta hizo un ademán de aviso a la dueña del local.

La propietaria, una vez codificada la señal, se dirigió al lugar donde esperaban Leandro y su mujer, y una vez pegada a los dos, les rogó con una mezcla de amabilidad y prepotencia que la acompañaran a su despacho.

Ya dentro de la oficina, la cortesía se transformó en una exigencia que Leandro ignoraba.

La comerciante le hacía saber a Leandro que Petra, su mujer, había encargado un bolso de producción artesana y limitada que abonó con un talón sin fondos. Petra interrumpió la reprimenda alegando de manera infantil que no lo pagaba porque ya no le gustaba y, en consecuencia, anuló el cheque para evitar su cobro. Que le sobraba el dinero, que quiénes se creían que eran para hablarle de esa manera.

Leandro se disculpó tímidamente asegurando que se haría cargo del coste, además en metálico, sin saber que el total de la compra ascendía a más de diez mil euros.

Se alejaron del comercio con prisa. Había clientes en el local que cuchicheaban de manera descarada.

Una vez en el coche que los llevaría a su residencia, Petra procuraba hablar con Leandro para explicarse, para reconocer su despropósito, para…

Leandro zanjó las excusas voceando lo que siempre le quiso decir: «ya hablaremos en casa, ahora no me fastidies. Estoy hasta los huevos de ti, de tus caprichos, de tu enfermedad… Yo sí que estoy enfermo por culpa tuya ¡malditos cambios de humor! A veces te pasas todo el día durmiendo o llorando en el cuarto de baño y el resto de la semana de compras, o en el bingo. O con tus ridículos antojos, como la genial idea de quererte comprar otro traje de novia. Si es que hasta te lo fuiste a probar a la modista ¡es que es la ostia, la ostia! ¿Y tú estás enferma? Lo que tú tienes es mucha cara y poca vergüenza. Y siempre amenazándome con que te vas a quitar la vida, haciéndonos chantaje emocional a mí y a tus hijos. ¡Maldita la hora!».

Por fin estacionaron. El matrimonio vive en una zona residencial con poco tráfico. Leandro refunfuñaba: «¡Encima me he dejado las llaves en el banco!».

Petra abrió la puerta del portal al igual que la de su hogar en la quinta planta. Se colaron en su interior por separado para evitar la posibilidad de que sus cuerpos se rozaran.

Pasado un rato, Petra ya se había puesto el camisón y salió al pasillo. La puerta del salón estaba entreabierta y, asomándose, observó que Leandro descansaba en un sofá. Abrió la puerta, sin apenas hacer ruido y le preguntó si ahora era un buen momento para hablar con él. Leandro le contestó sin palabras, con una carcajada irónica.

Petra se fue a dormir a la habitación de los niños, que por esas fechas se encontraban en un campamento.

No supe nada más de Leandro hasta unos meses después, aquel día en el que me llamó para informarme del fatal desenlace, así como del lugar y la hora del sepelio.

Ambos recordamos la fecha vistiendo de luto nuestros recuerdos. A pesar de mi incomodidad por volver a rememorar el día de la muerte de Petra, me dejé llevar por el desconsuelo de mi amigo.

Me describía con angustia que su mujer disfrazaba su depresión con intentos autolesivos, se hacía cortes en las piernas, bebía de manera compulsiva cualquier tipo de licor que cayera en sus manos, tomaba sin control antidepresivos… «Lo que nunca imaginé, amigo Carlos, es que se tomaría un frasco entero de neurolépticos que acababa de recoger de una farmacia de guardia».

«Pensaba que solo dormía, cuando en realidad le faltaron las ganas para seguir con vida», concluyó.

*AFDEM