Ningún tiempo pasado fue mejor. Esto podría ser discutible. Seguramente cabría decir que todo es relativo. Depende de qué hablemos, pero creo que es una buena frase a la que no deberíamos renunciar. Nos va en ello la propia idea de progreso. Toda generación debería tener el derecho a vivir mejor que la anterior. Los hijos más longevos y felices que los padres, el conocimiento ganando la partida a las ignorancias, la justicia doblegando a las miserias, la democracia a las tiranías. Es el sueño de la Ilustración, una suerte de progreso incesante hacia el futuro siempre. Pero la realidad y la historia confirman que las excepciones abundan más de lo previsto.

En los últimos tiempos, España vive -sufre-- un retroceso indisimulable en su capacidad para entenderse y evolucionar. Nunca pensamos que nos asaltaría la impresión de que la generación política que hizo posible la democracia sería mejor que su heredera. Conscientes del enorme valor y trascendencia histórica de aquellos padres constituyentes, me resultaba bastante alentador creer que las siguientes generaciones -por capacidad innovadora, conocimientos o por afán de mejorar el ejemplo recibido de la propia Transición-- sabrían gestionar mejor los conflictos.

En absoluto. Puede que sean circunstancias distintas, premisas diferentes y encrucijadas nuevas, pero el atributo y el arma más poderosa que tiene la política sigue siendo la misma: el diálogo. No la impostura del diálogo retórico, sino el diálogo cuyo desenlace es un pacto honorable.

Diálogo como escucha activa, interpelación al otro y compresión recíproca del pensamiento ajeno. Si nos reconocemos plurales, tenemos que construir la convivencia atendiendo a la pluralidad. Lo acontecido en Cataluña es trágico. El desgarro social, económico, humano, familiar… Las cosas no se han podido hacer peor. Hoy, minuto y resultado por decirlo en términos deportivos, el panorama es surrealista. Quebrar el orden constitucional en una democracia que ofrece caminos legales a todas las ideas, entraña golpear la línea de flotación de la legitimidad.

Hace tiempo que viene siendo bastante evidente que esta generación de dirigentes no está a la altura. Hace años que se ve venir. El estrepitoso fracaso que vivimos es el resultado de la incomparecencia de la política en mayúsculas. Esgrima entre chusqueros. Todos heridos de muerte. Con la mitad del talento y la dedicación que pusieron nuestros padres constituyentes, las cosas seguro serían bien distintas.

Sin embargo, como no hay tiempo para nostalgias ni nada que se le parezca, corresponde ahora reconducir las cosas de la mejor manera posible. Creo sinceramente que lo único verdaderamente interesante que ha sucedido en medio del naufragio es la creación de una comisión para modificar la Constitución. Ahora esta generación política tiene la oportunidad de reivindicarse -quizá redimirse-- aportando respuestas creativas y consensuadas para garantizar otros 40 años de convivencia y desarrollo. La oportunidad de reinventar el contrato social y económico encajando todas las piezas y territorios de una España afortunadamente plural y prodigiosa en su diversidad. Tenemos derecho a que el futuro mejore el pasado.

*Doctor en Filosofía