Las circunstancias en las que va a desarrollarse el desconfinamiento y la ejecución de las distintas fases previstas por el Gobierno en función de la evolución sanitaria son, hoy por hoy, una especie de nebulosa que cada día se despeja solo parcialmente. En el caso de los centros educativos, persiste la indefinición, eso sí, con algunos puntos suficientemente claros. El curso escolar 2019-2020 ya no se va a reemprender de manera presencial, excepto las escuelas de los territorios que estén en condiciones de alcanzar la fase dos a partir del 25 de mayo, cuando abrirán sus puertas para los alumnos de infantil (hasta seis años) cuyos padres no puedan teletrabajar o flexibilizar horarios. Esta posibilidad --puesto que es una decisión de los progenitores-- genera la cuestión de dónde poner la frontera para este semirretorno, a la vez que establece una comparación muy crítica con otras actividades que sí van a poder llevarse a cabo. ¿Por qué solo hasta seis años? Sin contar, además, con que la educación infantil ha generado en los últimos decenios una reivindicación de la misma como una parte capital de la evolución educativa que ahora, por mor de las medidas activadas, puede parecer que se conciba como una especie de servicio de cuidado y guardería de los niños en función únicamente de la situación laboral de las familias. En esta misma recuperación parcial de la actividad lectiva se hallan los estudiantes de 4º de la ESO, 2º de Bachillerato y 2º de FP, que podrán acceder a los centros de manera voluntaria y organizados en grupos que combinarán lecciones presenciales y seguimiento on-line.

Este es el estado de la cuestión a las alturas en las que nos encontramos. Por un lado, deberá pormenorizarse las condiciones de acceso, teniendo en cuenta los detalles que preocupan a los padres, y, por otro, deberán clarificarse las condiciones en las que se terminará un curso tan singular. Sigue sobre la mesa la problemática más acuciante en la nueva modalidad de educación telemática. La brecha digital --a pesar de los esfuerzos de las administraciones-- que crea un nuevo factor de desigualdad en el acceso a la educación entre familias que pueden disponer de red de fibra y varios dispositivos y aquellas que apenas pueden confiar en el contacto telefónico con la escuela, es un hecho. Así como muchas otras circunstancias diversas con las que se enfrentan los centros educativos. La manera de paliar los déficits, expresada por la gran mayoría de docentes, ha sido mantener el hilo pedagógico con los alumnos, tanto en lo que se refiere a no desfallecer en la adquisición de conocimientos y habilidades como en el seguimiento personal y afectivo.

Alzando un poco la mira, sin embargo, ya se plantea cómo será el próximo curso. Aquí, las dudas se multiplican. Las experiencias de los países que, después de haber superado la fase más crítica de la pandemia, han reabierto las escuelas, nos hablan de la necesidad de menos alumnos por clase (más espacio entre ellos implica, necesariamente, esta reducción) y de medidas severas de protección. Se plantea ya como inevitable que en septiembre no se abandonará la educación a distancia. O que se combine, por grupos, edades y franjas horarias, con la educación presencial.

El entorno escolar es especialmente sensible y la relación personal entre los escolares son un elemento central en él. Por ahora, nadie puede asegurar en qué condiciones vamos a encontrarnos en el próximo otoño. Alargar el seguimiento virtual que se ha tenido que construir sobre la marcha con grandes dosis de voluntad sería un problema realmente serio si se estabiliza como práctica habitual. Tanto en lo que se refiere a la propia actividad educativa como a la conciliación familiar. Hay tiempo para pensar en este panorama y extraer conclusiones del improvisado aprendizaje digital al que se han visto abocados profesores y alumnos. Y procurar que se establezcan, como mínimo, sólidos parámetros de equidad en la vuelta a las aulas.