Hace seis meses que no hacemos actividades en la librería. Las dejamos de hacer, obviamente, porque tuvimos que cerrar. Después hemos seguido sin hacerlas porque no nos podemos permitir tener la librería reservada durante una hora larga para las 10 o 12 personas (escritor, editor, presentador y librero incluidos) que completarían el aforo que nos permite la normativa vigente. La situación, resumida, es la siguiente: hacer una presentación en casa, ahora mismo, implica tener la entrada prohibida a los clientes espontáneos durante casi hora y media porque el local está ocupado por un acto que supondrá, como mucho, la venta de tres o cuatro libros.

Claro que podríamos seguir programando cosas, aunque solo fuera por recuperar una de las esencias de la librería: si se acuerdan, las librerías de nueva generación éramos también puntos de encuentro y sociabilización, centros culturales, sitios donde quedarse a vivir… Éramos justo todo eso que ahora está prohibido. Suerte que también éramos tiendas.

Los libros se venden. De la venta de libros vivimos escritores, editores, traductores, correctores, maquetadores, diseñadores, impresores, libreros, agentes literarios, encargados de prensa de editoriales, comerciales de distribuidoras, y más gente que se pondría muy contenta de entrada al enterarse de que volvemos a las actividades dirigidas a la venta de libros. Sin embargo, a toda esta gente se le cambiaría la cara cuando vieran los números al final de un mes, del que durante 30 horas (tres jornadas laborales enteras) la librería hubiera estado cerrada para vender solo un par de decenas de libros.

Retomar la agenda de actividades tal como están las cosas, aunque eso tenga todo el simbolismo terapéutico de una cierta vuelta a la normalidad, en términos de negocio no es ningún éxito. El éxito que hace falta ahora pasa por inventarse un nuevo modelo que permita hacer caja de momento y que se pueda mantener en funcionamiento el día que llegue, si llega, un nuevo cierre forzoso. H

*Escritora y periodista