Un vendaval de cambios cruza América Latina en todas las direcciones. Lo que empezó siendo un repliegue conservador después de más de una década de programas reformistas triunfantes se ha convertido en un verdadero huracán que restablece el viejo orden social o al menos lo pretende de la mano de políticos que, con mayor o menor intensidad, cabe considerarlos seguidores ideológicos y aliados del presidente de Estados Unidos, Donald Trump. Nada de cuanto sucede de Colombia a Chile y de Ecuador a Brasil es ajeno al rearme político de una extrema derecha que es a un tiempo neoliberal en economía e iliberal en su compromiso democrático, que añora quizá el sombrío continente de las dictaduras y la autoridad en los cuarteles.

Los acontecimientos que se suceden estos días en Bolivia abundan en una realidad harto conocida: la injerencia del Ejército y de la policía en el funcionamiento de las instituciones y la usurpación de facto del poder por fuerzas ultraconservadoras que rescatan las peores tradiciones de la historia y la política latinoamericanas, incluidas las apelaciones a la religión. Con características sociales diferentes en cada caso, pero con el objetivo final común de neutralizar programas reformistas, cabe decir algo parecido de las crisis en Chile, Perú y Ecuador, de la orientación ideológica de Iván Duque en Colombia, de las dudas que asoman en Paraguay. Y por encima de todos estos casos, debe subrayarse el liderazgo del presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, en la nueva configuración del escenario latinoamericano.

Hoy no es exagerado hablar de un cierto retorno al pasado porque la reacción neoconservadora tiene su anclaje principal en la Casa Blanca, del todo decidida a revertir la herencia de Barack Obama cueste lo que cueste. Todo resulta familiar en esta nueva-vieja estrategia, incluida la excepción argentina con el regreso a la presidencia de un peronismo poliédrico y a menudo indescifrable. Nada de cuanto sucede se aleja y deja de recordar episodios anteriores vividos por los países latinoamericanos, por sociedades en las que muchas veces la opulencia y la economía de subsistencia apenas están separadas por la anchura de una calle.

Ni el desprestigio irreversible de propuestas radicales en el ocaso --Cuba, Venezuela, Nicaragua-- ni los errores acumulados por el reformismo legitiman volver a las andadas y, todavía menos, justifican depositar en las ofertas ultraconservadoras un gramo de esperanza. Las desigualdades lacerantes que caracterizan el grueso de las sociedades de América Latina son consecuencia directa de la ocupación histórica del espacio político por líderes sometidos a minorías que han litigado por el poder, se lo han repartido a su antojo y han buscado siempre la ayuda de los generales. Que cuando parecía posible una moderada corrección de tales inercias reaparezcan los viejos hábitos, es la peor de las noticias porque supone bloquear la posibilidad avizorada no hace tanto tiempo de que era factible atenuar las peores injusticias de la dualidad social.