España no puede sustraerse del entorno europeo a la hora de abordar un problema tan candente como el de la inmigración y la acogida de refugiados. Hablamos de la necesidad de una política común, casi inexistente o muy frágil, en cualquier caso con muchos puntos débiles, que priorice un control de los flujos migratorios con base humanitaria y no estrictamente policial, y un trabajo efectivo en los países de origen, tanto los afectados por problemas económicos como los que viven situaciones bélicas. Por eso, las primeras medidas del Ejecutivo de Pedro Sánchez deben leerse, como apreciaba la propia portavoz del Gobierno, como un intento de «catalización, un toque de alerta», cara a la cumbre europea del 28 y 29 de junio. La adopción de medidas excepcionales en relación a la crisis del Aquarius ha significado un cambio de rumbo de España, acrecentado por el anuncio del ministro del Interior, Grande-Marlaska, de poner fin a las ignominiosas concertinas o cuchillas en las vallas de Ceuta y Melilla. Pero no hay que olvidar que se trata de gestos --que son trascendentes, porque denotan un sesgo progresista distinto a la dinámica del Partido Popular-- que no evitan un debate más a fondo y una voluntad política que debe afrontar una problemática mucho más amplia.

La lista de asuntos pendientes es ingente: las devoluciones en caliente, las dificultades de acceso al procedimiento de asilo, las condiciones inhumanas de los CIE y centros similares (el caso de Archidona y la reclusión de migrantes directamente en una cárcel), la polémica aplicación de la ley de extranjería, o las paupérrimas cifras de refugiados acogidos por España en virtud del acuerdo europeo del 2015 (el 11% de los compromisos firmados, solo por encima de los países del Este más reacios). Todo ello nos informa de que, hasta hoy, en la etapa más dura de la crisis migratoria, la actitud del Gobierno ha sido como mínimo contemplativa, por no decir abiertamente insuficiente, con más énfasis en la represión que no en el trato humanitario y justo. La creciente tensión en la frontera con Marruecos y la proliferación de pateras en la costa sur dan a España la oportunidad de hacer oír su voz en el concierto europeo, tanto en el trato a inmigrantes y refugiados como en el acento sobre una mayor implicación de una Europa amenazada por corrientes xenófobas que debe anteponer a sus intereses económicos o políticos una decidida lucha por los derechos humanos.