Este martes se conmemora el Día Mundial de las Personas Refugiadas, designado en el 2001 por Naciones Unidas para «recordar a millones de personas desarraigadas en todo el mundo». Es una jornada que, como mínimo, nos vuelve a enfrentar a una situación dramática, a una tragedia colectiva que ACNUR ha cuantificado en 65,6 millones de personas desplazadas, en el 2016. Y que ha desembocado, sobre todo a raíz del conflicto en Siria, en una crisis que es, en palabras de Noam Chomsky, «la crisis moral de Occidente». Hace poco más de un mes se produjeron 12 operaciones de rescate simultáneas a 30 millas de las costas de Libia, con un número indeterminado de muertos pero superior a la treintena. Lamentablemente, esta no será la última noticia espeluznante que se dará este año a las puertas de un verano que se anuncia mortífero en la llamada ruta del Mediterráneo central. El acuerdo que la UE firmó con Turquía en el 2016 para que, a cambio de prestaciones económicas, se parara el flujo de refugiados e inmigrantes en los Balcanes, no ha sido ninguna solución, como ya era previsible. El problema se ha trasladado ahora a la ruta entre Libia e Italia, con la presencia de mafias en un Estado libio fallido que permite un auténtico mercado de esclavos con la ayuda de sus guardacostas, que devuelven a los refugiados y los encarcelan, según la oenegé Proactiva Open Arms. Más allá de las condiciones inhumanas del trayecto, la fragilidad de la situación de quienes intentan llegar a Europa es escalofriante. La Organización Internacional para las Migraciones informa de menos fallecidos en el Mediterráneo, pero la perspectiva -con la cifra pavorosa de más de 5.000 muertos en el 2016- no es halagüeña. Además, la situación de las personas desplazadas de sus lugares de origen -en campamentos de Líbano, Jordania, Kenia o en los europeos o en Turquía- sigue golpeando la conciencia de una Europa incapaz de asumir el reto humanitario, empezando por la tímida acogida en España o por las denuncias a Estados de la UE que no están dispuestos a responsabilizarse de su cupo, sin contar con el aumento de la xenofobia y de las actitudes racistas. El deber de Europa es salvar -y en esto la acción de las oenegés se impone a la de los gobiernos-, proteger, cobijar y ofrecer un futuro mejor. Para que no muera el alma del continente.