Semana complicada está en la que estamos. Podría ser divertida, pero el mito del amor romántico se la va a cargar. Parece que no salimos de una fiesta consumista que ya nos hemos metido en otra. El día del padre, la madre, Semana Santa, Black Friday, Navidad... Y en febrero tenemos a ¡San Valentín!, una fiesta que nos vende un amor infantil, azucarado y nada realista. Vamos al origen. Cuenta la leyenda que Valentín era un sacerdote romano nacido en el siglo III. Por lo visto, el emperador Claudio II prohibió los matrimonios entre jóvenes para que los soldados solteros rindieran mejor. Este sacerdote empezó a casar parejas de forma clandestina. El emperador se enteró y ordenó matarle. Fue ejecutado el 14 de febrero del año 270.

Recuerdo que, cuando era jovencita, el día de san Valentín era el día en que se te declaraban los chicos. Te enviaban tarjetitas a casa, te las dejaban en la silla de clase o te las daba alguien. Tenía un sentido más relacionado con la leyenda. Retocado por los americanos, como todo, claro. Con los años, la fiesta se ha convertido en el día de los enamorados, y los solteros nos quedamos sin fiesta. Luego es el día del amor cursi y sin imaginación. Personas que necesitan que les pongan un día para recordar que se aman. Si lo piensan bien, es muy triste. Nada es comparable a la emoción de la soltera o soltero al recibir unas letras de alguien que le gusta el día de San Valentín. Una declaración de amor en toda regla. Esto se está perdiendo y es lo que tendría que ser.

Si el sacerdote Valentín levantara la cabeza, alucinaría con lo que se ha hecho a costa de su memoria. Los jóvenes se declaran por Tinder y los casados necesitan el día de su muerte para recordar que se quieren.

*Periodista