Ayer, 7 de julio, la tradición de San Fermín se impuso en Pamplona, pero también la evolución de una sociedad que no quiere mirar atrás. A pesar de la desazón que provocó la libertad provisional de La manada, la fiesta se inició con las instituciones locales volcadas en la protección de las mujeres y la ciudadanía más consciente que nunca de la lacra de la violencia machista.

Hace años que los toros y el vino no son los únicos protagonistas de esta fiesta secular. El asesinato de la joven Nagore Laffage, en el 2008, por resistirse a tener relaciones sexuales empezó a desnudar una realidad que, sin ser en absoluto exclusiva de los Sanfermines, alcanzó con las fiestas pamplonicas una especial notoriedad. También centró el debate social sobre las fronteras del acoso.

Mientras los colectivos feministas se esforzaban en visibilizar el lado oscuro de la fiesta y animar a la denuncia, las voces del machismo trataban de contrarrestar las acusaciones con las imágenes de mujeres semidesnudas disfrutando, del mismo modo que los hombres, de su cuerpo y su libertad. El discurso era atávico: ellas provocan, ellos se dejan llevar. Al fin, la mujer como subgénero. La violación múltiple de La manada despejó las dudas. No hay risas en la alegre ostentación del acoso, solo dolor y humillación. Hoy, los Sanfermines son un ejemplo del esfuerzo de instituciones y colectivos ciudadanos para impulsar planes conjuntos contra el machismo. Para que todos y todas puedan disfrutar de la fiesta.