Y, en vez de cetro real, sostiene apenas/ con desmayo galán un guante de ante/ la blanca mano de azuladas venas». Así concluye el postrer terceto encadenado, del cortesano poema que Manuel Machado dedicó al rey Felipe IV. No, no voy a referirme en esta gacetilla al maleza del penúltimo rey de la dinastía de los Austrias españoles, que, para mí, creo que tan solo tuvo la gran fortuna de ser retratado por el impar Velázquez. La cita de los versos del hermano del también impar Antonio Machado, viene a cuento por el último endecasílabo y por lo que se refiere a la sangre azul. Esta es una frase hecha que ya se maneja desde el siglo XVII y que, según la justificación tradicional, se refería al color de la sangre de los reyes y la aristocracia. La causa, según este razonamiento, se basaba en el hecho sabido de que las clases nobles nunca se exponían al sol. En consecuencia, sus venas resaltaban, en sobremanera, sobre la palidez albina de su piel.

Pues bien, va y resulta que no es así. Veremos por qué. El historiador romano Tácito escribió, refiriéndose a los emperadores, que habían nacido «caelesti sanguine» (de sangre celeste), haciendo referencia a su procedencia divina, habida cuenta que, desde Octavio Augusto, todos se dieron la prosapia de considerarse dioses. Pues bien el quid de la cuestión lo supone la traducción de «caelesti» por azul, el color del cielo. Es decir, una sinécdoque muy en uso por los poetas culteranos del barroco. Una figura literaria que designa una cosa con el nombre de otra que tienen relación. «El azul no hay que tocar» escribe Rubén Darío refiriéndose al cielo en su poema A Margarita. Desde luego, no pienso adornarme con plumas ajenas, pues el autor del descubrimiento fue el avispado lingüista Eugenio Coseriu, a quien recuperó el profesor García Sánchez en un artículo publicado hace nueve años titulado Sangre azul, calco semántico y etimológico. A cada uno lo suyo.

*Cronista oficial de Castelló