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El dilema entre intimidad y seguridad en las comunicaciones está sobre la mesa, en especial con los últimos atentados terroristas en Occidente. Los intentos del FBI por desencriptar el teléfono móvil del autor de la matanza de San Bernardino y el asedio que la agencia norteamericana ejerció sobre Apple es un ejemplo de la voluntad de las autoridades de hacer frente a la opacidad de los mecanismos de relación en redes sociales y las aplicaciones de mensajería, usadas también con afanes delictivos. La reciente encriptación avanzada de los mensajes de WhatsApp, un cifrado de extremo a extremo, aumenta la idea de opacidad. En este sentido, los ministros del Interior de Francia y Alemania reclaman que los gobiernos puedan controlar las conversaciones que circulan de manera encriptada y que no son accesibles a la vigilancia policial.

El debate de fondo está en saber discernir entre la libertad individual y la intervención preventiva. Cualquier iniciativa tendrá que pasar por una autorización judicial (como ocurre con las comunicaciones telefónicas) y sin que pueda aceptarse un Gran Hermano que tenga acceso indiscriminado a los mensajes, de emisor o de receptor. El peligro cierto está en la generalización del control. Algo que una sociedad que respete los derechos del individuo no puede permitirse.