Para los cristianos, la semana más grande del año es la Semana Santa. La llamamos «santa» porque está santificada por los acontecimientos que conmemoramos en la liturgia y mostramos en las procesiones y en las representaciones de la pasión. Durante todos estos días, la Iglesia celebra los misterios de la salvación actuados por Cristo en los últimos días de su vida en esta tierra: su pasión, su muerte y su resurrección. Al celebrarlos, la Iglesia y los cristianos somos santificados y renovados.

La liturgia, en especial, pero también las procesiones y las representaciones de estos días nos ofrecen la posibilidad de adentrarnos en estos misterios de la vida de Cristo y, a través de ellos, dejarnos llevar por él de la muerte a la vida. Toda la liturgia está centrada en el misterio pascual de la muerte y resurrección del Señor.

El Domingo de Ramos nos introduce como por un pórtico en esta venerable semana. El Jueves Santo, en la misa vespertina, evocamos aquella última cena, en la cual el Señor Jesús ofreció a Dios padre su cuerpo y su sangre bajo las especies del pan y del vino. Recordamos así la institución de la eucaristía. El Viernes Santo se centra en la pasión y muerte de Jesús en la cruz, la expresión suprema del amor entregado hasta el final. El Sábado Santo permanecemos en silencio junto al sepulcro del Señor, meditando su pasión y muerte y su descenso a los infiernos, esperando en la oración y el ayuno su resurrección en la vigilia pascual.

La celebración de la resurrección del Señor llena de alegría el Domingo de la Pascua. Con su muerte y resurrección, Jesús vence el tedio, el dolor y la angustia del pecado y de la muerte. Su triunfo es nuestro triunfo. Cristo padece y muere para liberarnos del pecado y de la muerte. Cristo resucita para devolvernos la esperanza y la vida de los hijos de Dios. Acojamos a Cristo resucitado, fuente de vida y de esperanza.

*Obispo de Segorbe-Castellón