Cada vez que abro un periódico o veo un informativo en televisión, las noticias sobre hechos violentos son muy frecuentes, y ocupan espacios preferentes. En primer lugar, agresiones sexuales a las mujeres, violaciones y acosos. Pero también, el apaleamiento de homosexuales, de los que muestran sus sentimientos públicamente, incluso de los que no se atreven a decir que lo son por miedo a una paliza; la persecución de los mendigos sin una casa donde dormir, o la negación de los más elementales derechos humanos a los inmigrantes, que son acusados injustificadamente de cualquier mal imaginable.

Cuando leo o escucho alguna de esas historias tengo la sensación de que el relato es incompleto. Echo a faltar, a continuación, las reacciones de condena de semejantes actos violentos, o de comportamientos fascistas, por adjetivarlos adecuadamente, de quiénes se consideran superiores y se arrogan el derecho a abusar de los que son diferentes o, simplemente, que son débiles. Esperaría la segunda parte, complementaria, de la noticia: su repudio y su rechazo. Pero los silencios son mucho más habituales que las condenas. No se produce casi ninguna respuesta por parte de amplios e importantes colectivos sociales, acaso porque se sienten guiados por el sentimiento de que a ellos no les afecta, de que no va con ellos y, en consecuencia, no les incumbe. Son los silencios cómplices.

Es más fácil mirar hacia otra parte, callarse… y pasar página. Algunos de los que se esconden en semejante actitud cobarde, se proclaman defensores de las libertades públicas y de la Ley Fundamental que rige la convivencia en nuestra sociedad. Piensan, por puros motivos tácticos, que es mejor callar, que no conviene a sus intereses políticos dar la cara y enfrentarse a los desalmados. Pura mezquindad. Lo haga quien lo haga: sea de derechas o de izquierdas. Les mueve la codicia de sacar provecho de cualquier circunstancia. Ambicionan el poder, pero en realidad no son ambiciosos, sino que son codiciosos, movidos solo por la conquista de un puñado de votos. Acaso les convendría leer, o releer, el maravilloso ensayo que Unamuno publicó en 1900 con el título ¡Adentro! En él, el genial vasco distinguía entre dos valores contrapuestos: la ambición y la codicia, y proclamaba: «ambición y nada de codicia». La creciente frecuencia de estas violencias sociales en nuestra Europa llevó hace unos meses a Macron a hablar de un cierto parecido con lo que ocurría en la República de Weimar hace cien años.

Ante cualquier violencia o abuso de los que son más débiles no se puede permanecer callados, hay que alzar la voz. Así lo hizo Josef Hartinger, el fiscal alemán en los años treinta que se reveló frente a los primeros crímenes de los nazis en Dachau, que decía que carecer de poder no implica carecer de coraje o de carácter. Tiempo después, en la España franquista, Blas de Otero escribió bellos versos en los que con similar intención pedía «la paz y la palabra en defensa del hombre y su justicia». Poesía que continuaba la idea desarrollada por León Felipe en Ganarás la luz.

A la violencia, verbal o física, hay que plantarle cara. El silencio no es una buena receta de apaciguamiento. Sólo de cobardía. Un buen ejemplo de ello fue el comportamiento de los jefes de Gobierno de Francia y del Reino Unido en el año 1938 con motivo de la crisis de los Sudetes. Édouard Daladier, primer Ministro francés, del Partido Radical, y Neville Chamberlain, homónimo británico,líder de los conservadores, cedieron en todo ante Hitler en los Acuerdos de Múnich y aceptaron su demanda de desgajar una parte importante de Checoslovaquia. Pretendieron evitar el conflicto, pero no lo consiguieron: un año después comenzaba la Segunda Guerra Mundial. En lugar de apaciguar a Hitler, le envalentonaron con su debilidad.

Pocas visiones son tan clarividentes de cuanto vengo diciendo como la poesía que Bertolt Brecht escribió en 1933, titulada Primero se llevaron. Un famoso poema que según parece su verdadero autor fue el pastor protestante Martin Niemöller, y cuya versión más popular fue el texto reelaborado por Brecht. Acaso sea oportuno reproducirla aquí: «Cuando los nazis vinieron a buscar a los comunistas, guardé silencio, porque yo no era comunista. /Cuando encarcelaron a los socialdemócratas, guardé silencio, porque yo no era socialdemócrata. / Cuando vinieron a buscar a los sindicalistas, no protesté, porque yo no era sindicalista. / Cuando vinieron a buscar a los judíos, no pronuncié palabra porque yo no era judío. / Cuando finalmente vinieron a buscarme a mí, no había nadie más que pudiera protestar».

A los que callan ante los actos de barbarie, hay que recordarles la valentía del periodista y escritor napolitano Roberto Saviano, que ganó fama mundial por su denuncia de la Camorra. Por hacerlo fue amenazado de muerte. En su defensa Umberto Eco publicó un artículo de La Repubblica en el año 2006 en el que reclamaba solidaridad y apoyo a la digna postura del napolitano y pedía que non lasciamo Saviano solo. Saviano demandaba a sus compatriotas que se opusiesen a la violencia de manera decidida, y les decía: «no tengáis miedo de quien más que nada teme al disenso porque carece de los instrumentos para manejarlo si no es de forma autoritaria».

Tenemos el compromiso ético de oponernos a la violencia y proteger a los que se sienten perseguidos o débiles. Un compromiso que alcanza dimensión europea. Se trata sencillamente de la defensa de la justicia y el apoyo a la causa de la verdad. Una faceta del humanismo, en suma. De ser coherentes con nuestro pensamiento. De avanzar por la senda de la fraternidad, que nos legó la Revolución Francesa. Dice la nueva presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, que las nuevas generaciones nos están pidiendo que les dejemos una Europa próspera, humana y fuerte.

No aceptemos la derrota -pues es una derrota personal- que significa permanecer en silencio ante cualquier tipo de violencia o abuso. Como dice la poetisa griega Ki Dimulá «di algo, lo que sea. Pero no te quedes ahí como una piedra».

*Rector honorario de la Universitat Jaume I