Las cifras de la violencia machista son dramáticas e incuestionables. Delatan la persistencia de una violencia estructural que se hinca en las mujeres y compromete sus vidas. Las campañas y recursos para atajar el maltrato en el hogar parecen haber empezado a dar sus frutos, ya que se ha producido una ligera disminución en este tipo de agresiones. Pero hay más violencias. Y muchas perviven bajo tupidas capas de invisibilidad y silencio. Una de cada dos residentes en España mayor de 16 años ha padecido algún tipo de agresión machista en su vida. Un 13,7% ha sufrido violencia sexual. Un 2,2%, violaciones y en un 12% de las ocasiones con más de un agresor. Un dato revelador: cuatro de cada diez agresiones se produjeron en el hogar; el violador no era un desconocido. Además, el 40% de mujeres revela haber padecido acoso sexual en algún momento de su vida. Todas estas cifras emanan de la sexta oleada de la macroencuesta de violencia contra la mujer presentada el pasado jueves por el Ministerio de Igualdad. A pesar de la magnitud del problema, solo el 8% de las víctimas presentan una denuncia. La vergüenza o el temor las atenaza. Y ese silencio pesa sobre una sociedad que no puede permitirse que la violencia sea una amenaza real para la mitad de la población.

Para algunas mujeres, el silencio es una mortaja. Cuatro de cada diez mujeres asesinadas en nuestro país son extranjeras. Para ellas, las capas de vulnerabilidad se multiplican. Porque se encuentran en situación irregular y no se atreven a denunciar por temor a acabar en un CIE. Porque muchas son totalmente dependientes del marido agresor. Porque carecen de una red de apoyo afectiva. Incluso porque desconocen el idioma y la Administración no dispone de intérpretes suficientemente cualificados para atenderlas. Es acuciante solventar este problema, así como protegerlas legalmente y profundizar en las redes asistenciales que las rescaten de su soledad y aislamiento. Frente a aquellos que pretenden negar la violencia machista, está la realidad del sufrimiento. Las agresiones provocan daños físicos y psicológicos que multiplican por seis el riesgo de suicidio. Una violencia que trasciende la piel de las víctimas y hace aún más profunda la desigualdad.