La situación de sin hogar es un estado de alarma permanente para quienes la experimentan. Obliga a estar alerta las 24 horas, sometiendo a quien la sufre a un estrés continuado, y a un deterioro progresivo de la salud, la estabilidad emocional, los vínculos, la autoestima, e incluso el acceso a derechos. Porque las normas de acceso a derechos se elaboran pensando en el global de la población, y generalmente no se contempla la carencia de hogar, esta situación extraordinaria en la que algunas personas viven durante décadas. Por ejemplo, para acceder a los servicios sociales, a la sanidad pública y a las prestaciones sociales, es necesario el empadronamiento, del que carecen gran parte de las personas en situación de sin hogar. Afortunadamente asistimos a la aprobación de algunas normativas en las que se está teniendo en cuenta esta circunstancia para no excluir más a las personas ya excluidas, pero queda mucho camino por andar.

Y en eso estábamos, en andar ese camino, cuando llegó el estado de alarma por covid-19 y el confinamiento. El decreto señala que «durante la vigencia del estado de alarma las personas únicamente podrán circular por las vías de uso público para la realización de...» algunas actividades, entre las que nombra: «Retorno al lugar de residencia habitual» y «Por fuerza de causa mayor o situación de necesidad».

El lugar de residencia habitual cuando careces de hogar es la misma calle o lo que llamamos infravivienda. En esta situación las personas necesitan desplazarse para recoger agua, alimentos y productos básicos, a veces acuden a centros de apoyo para recoger su medicación. En infravivienda los espacios suelen ser muy reducidos y es insalubre permanecer en ellos mucho tiempo, a menudo son meros refugios para pasar la noche, sin agua corriente ni luz eléctrica, con humedades, etc... También hay personas cuyo habitáculo es un vehículo. Estaríamos en la misma situación de imposibilidad física de permanecer allí 24 horas en confinamiento.

Pese a la lógica aplastante de que las personas que se encuentran sin hogar no pueden confinarse en él, la realidad nos devuelve que se las sigue multando por permanecer en vía pública, por desplazarse por la ciudad --a veces para buscar comida, agua o un baño-- o por no comunicarse adecuadamente con la autoridad. Y escucho a muchas de estas personas, porque comparto con ellas parte de mi tiempo, desesperadas por no poder evitar ser multadas, y afirman que es necesario hacer algo, y van más allá: plantean que estas multas son una vulneración de sus derechos, porque no tienen en cuenta la imposibilidad de cumplir esa norma general, por la excepcionalidad de su situación.

Estas multas no podrán pagarlas, pues en su mayoría carecen de ingresos más allá de la mendicidad, que ahora tampoco pueden ejercer, por lo que cubrir sus necesidades básicas se vuelve otra odisea más. No pueden pagar ahora, pero me explica una de estas personas: «Cuando por fin consiga un trabajo, voy a tener esta deuda, engordada por el tiempo y los recargos». Las organizaciones lo vemos a menudo, cuando por fin tenga un precario trabajo con un aún más precario salario, quizás Hacienda tenga la orden de retener el importe de la multa. Lo mismo ocurre con las ayudas públicas, que siendo inembargables, son retenidas y, hasta que la persona averigua cómo reclamar la devolución y esta llega, pasan semanas, a veces meses de desierto en la cuenta bancaria, lo que nos lleva a la paradoja de que una persona en situación de pobreza, con un empleo precario o una prestación social, no puede acceder a sus ingresos mínimos durante un tiempo, porque se le puso una multa precisamente porque vivía en la calle y no podía acceder a un espacio adecuado donde confinarse.

Y ello sin incidir en que los agentes de la ley, suele tener identificadas a estas personas. Por lo que no es complicado saber que les es imposible cumplir el confinamiento al uso.

Porque ni tenemos plazas de albergue suficientes, ni estas pueden responder a las necesidades de todas las personas sin hogar, algunas de ellas con adicción, una enfermedad reconocida por la OMS, que no se puede estabilizar de hoy para mañana pese a la orden de reclusión y que impide a muchos realizar un confinamiento completo en centro cerrado. Otras padecen enfermedades mentales graves no medicadas que también les impiden cumplir correctamente las normas de confinamiento… y así vamos dibujando una fotografía del estado de alarma para quienes continúan en situación de sin hogar, donde estas multas generan más dolor en el dolor y socialmente aportan más bien poco.

Desde las organizaciones sociales seguiremos recurriendo todas estas multas, para intentar evitar la situación de deuda descrita anteriormente, en personas que no tienen las condiciones para realizar el confinamiento de forma adecuada. Más, no todas las personas en esta situación están en contacto con recursos sociales, ni tienen la capacidad de recurrir por si mismas las multas, por lo que les quedará una deuda.

Este artículo responde por un lado a la preocupación por la gestión de estas situaciones de pobreza y exclusión extrema mediante sistemas coercitivos y de castigo, como son las multas. Por otro, al grito desesperado de petición de ayuda ante lo que se plantea por muchas de estas personas como una vulneración de sus derechos, porque cuando una norma es imposible de cumplir no se puede exigir su cumplimiento.

*Directora de Programas de Inclusión y Reducción de Daños de la Fundación Salud y Comunidad en Castelló