Ando triste a cuenta del coronavirus. He elegido con cuidado el adjetivo; no estoy asustada, sino que me siento pesimista delante de la reacción social frente a lo que viene. Seguramente en los próximos días tendremos ocasión de hablar de solidaridad e incluso de heroísmo, pero lo que se percibe de momento es que va ganando el individualismo.

Hace unos días demostré de muchas formas mi incomprensión ante la suspensión del Mobile. Me equivoqué. Veo que había un dato que las tecnológicas, en virtud de su modelo de negocio, probablemente tenían más claro que yo: somos naturalmente egoístas, y confiar en la acción individual --lavado de manos, estornudos en la manga, evitar el contacto físico innecesario-- era algo que no se iba a producir.

Si llevamos 40 años conviviendo con la epidemia del sida, y sin embargo los contagios --principalmente en la población heterosexual, con menor autopercepción del riesgo-- siguen produciéndose, ¿cómo entonces esperamos convencer a la gente de que deje de darse dos besos o que no encaje la mano, y más si se trata no ya de protegerse ellos mismos sino a los demás? ¡Si el tacto es la forma más directa de expresar confianza! (por eso mismo nos producen tanta incomodidad los sobones: sin consentimiento se toman, literalmente, una confianza indebida).

SÍ, VIVIR mata y no existe el riesgo cero, y no hay que caer en el pánico y ni mucho menos dejar que a cuenta de la epidemia se recorten derechos laborales. Pero los epidemiólogos están remarcado el concepto de «allanar la curva», lo que significa intentar por todos los medios evitar los contagios para no colapsar la atención sanitaria, por el bien de los más vulnerables. Y eso implica sacrificar algo tan simple como una mera convención social, dejar por unos días de hacer cosas que nos gustan y procurar no convertirnos en vectores de infección. Porque prevenir riesgos no va de vaciar supermercados. Consiste en tomar responsabilidad de manera colectiva. Y, ay, comienzo a temer que para eso no tenemos cura.

*Periodista