Aquí estoy. Solo y con miedo. Ando por las calles de mi ciudad para ir a comprar alimentos en una pequeña tienda de mi barrio y no consigo consolarme. Hay silencio delante, encima y dentro de mí. Se envuelve de una crudísima circunstancia que nunca había imaginado que viviría. La plaza donde jugué muchas tardes de pequeño está vacía y el bar donde quedaba muchas otras con los amigos lo han vaciado. Existe algo peor que el recuerdo triste, la nostalgia de un tiempo muy presente. Es el punto exacto de mi soledad.

Sabemos que el enemigo es invisible y que se está combatiendo con fuerza en los hospitales, en los cuerpos de las personas que se encuentran en su peor estado, en sus familias, y en todas las personas vulnerables de las que hoy me acuerdo. Está crudo. Y duelen todas y cada una de las muertes. Conocemos la dura realidad con la que están luchando en los hospitales. Y nos emociona. Sin embargo en la calle por la que ando, encuentro poca gente y pocas sonrisas. La resistencia, si no se lucha, parece desdibujar los rostros, los espacios y las emociones de los que andan por las calles.

Me gustaría ahora mismo poder entrar en cada una de las casas de mi barrio. Descubrir cómo viven mis desconocidos vecinos y también mis conocidos, amigos y familiares. ¿No les pasa? Mientras lo imagino aparecen en mi cabeza actos individuales estoicos, otros de prudencia y justicia. Anarquías nunca realizadas. Son tantos los pequeños mundos que deben haberse construido ahí, detrás de las ventanas que vemos desde la calle, que cada día que pasa de confinamiento, me pregunto con más emoción cómo será el día en que estos mundos llegarán a mí. ¿Cambiará el recuerdo de la plaza donde jugaba de pequeño? La pregunta me estimula. Saber que nada empieza y nada termina, que nuestras vidas se entrelazarán más y viviremos en un continuo mundo me llena de ganas de vivir ese nuevo capítulo. Estoy convencido, preparado y entusiasmado mientras ando solo, y con miedo, por las calles desconocidas de mi vida.

*Periodista