La justicia española no anda sobrada de prestigio, sobre todo en los niveles y funciones en los que tiene puntos de contacto con el poder ejecutivo. Los resortes y vericuetos del Estado son con frecuencia tortuosos, y desde la década de los 90, en que los españoles descubrieron que determinadas actuaciones de ciertos integrantes de la Audiencia Nacional coincidían con la estrategia del PP para alcanzar el Gobierno y afianzarse en él, no pocas decisiones judiciales han permitido tener la tentación de dar por acertado el célebre «Montesquieu ha muerto» que se atribuye a Alfonso Guerra cuando consideró obsoleta la clásica separación de poderes en los estados democráticos.

Las últimas actuaciones de la Fiscalía Anticorrupción no ayudan a disipar esta impresión, precisamente en un organismo que había conseguido respetabilidad por actuar con independencia de criterio: a los titubeos y contradicciones en el caso del luego dimisionario presidente de Murcia y la investigación del 3% hay que sumar el del presunto aviso de Interior a Ignacio González de que estaba siendo investigado, episodio que ha revestido caracteres de sainete. Es deplorable que haya sombras de duda sobre una instancia judicial a la que le corresponde un papel angular en la recuperación de la confianza de los españoles en las instituciones. Al fiscal general del Estado, José Manuel de la Maza, y al fiscal Anticorrupción, Manuel Moix, les incumbe la gran responsabilidad de que los ciudadanos no sean todavía más descreídos.