El desarrollo de una vacuna puede llevar años de trabajos. Y aun así, no existe ninguna garantía de que tenga éxito: hay enfermedades de origen vírico que se han llegado a erradicar gracias a campañas de vacunación globales, y otras para las que sigue sin haberse podido desarrollar un método de inmunización. Sin embargo, ante la pandemia del covid-19 la humanidad no está en disposición de resignarse a esperar durante años ni contempla siquiera la posibilidad de que no haya una vacuna viable. Y afortunadamente los científicos consideran que es razonable esperar, a partir de las características del virus y del inmenso despliegue de recursos invertidos, una solución en un tiempo razonable.

La expansión del covid-19 ha puesto al mundo en brete. Las medidas de prevención disponibles hasta el momento (higiene, distancia física, detección temprana de los casos y aislamiento de estos) han demostrado que incluso si se siguen de forma escrupulosa solo son capaces, y esto es mucho, de sofocar los sucesivos rebrotes antes de que se desborden en forma de propagación exponencial de la enfermedad. Y llegado a ese punto, solo vale un confinamiento generalizado que sería catastrófico tener que reiterar. Por eso los gobiernos están invirtiendo una cantidad de recursos inédita y la ciencia está haciendo lo indecible para conseguir una vacuna eficaz y segura acortando los plazos de las sucesivas fases de ensayo, y compartiendo la información para que todos los equipos que trabajan en diversas estrategias y fórmulas aprendan de los aciertos y errores de los demás sin consumir tiempo innecesario ni duplicar esfuerzos. Nada de ello, sin embargo, incluye la posibilidad de empezar a administrar a la población general una vacuna sin que haya certezas razonables de que inmunice de forma efectiva y aceptablemente duradera y sin efectos secundarios que superen su beneficio.

No parece, por la información de que se dispone hasta el momento, que el compuesto creado por laboratorios rusos cuya supuesta efectividad y aplicación inmediata anunció ayer Vladímir Putin haya sido desarrollado siguiendo ninguno de esos principios de transparencia e información compartida, ni que haya superado los ensayos necesarios. La Organización Mundial de la Salud no ha tardado en mostrar su escepticismo y reclamar las pruebas necesarias. El anuncio del presidente ruso (incluyendo el secretismo y las resonancias del nombre elegido para el fármaco, Sputnik) parece que quiera equiparar la carrera internacional por conseguir una vacuna con la carrera espacial en la que la URSS tomó la delantera. Pero si la necesidad de detener la pandemia sí justifica todos los esfuerzos extraordinarios que se están realizando, otros motivos que es inevitable atisbar tras el anuncio de ayer no tienen ninguna justificación. Ni el orgullo nacional, ni utilizar el remedio como instrumento para ganar influencia internacional, para cimentar la imagen de un líder o, ni mucho menos el cálculo electoral, tentación a la que tampoco parece inmune un Donald Trump que ve acercarse una cita electoral con pronósticos cada vez más complicados para él.