Pedro Sánchez no logró ayer ser investido presidente en segunda ronda. Las negociaciones con Unidas Podemos (UP) para confeccionar un Gobierno de coalición de izquierdas --inédito en nuestra democracia-- fracasaron a causa de las diferencias en la composición del Gobierno y en medio de un triste espectáculo de filtraciones, reproches y acusaciones mutuas. La imagen de Pablo Iglesias en la misma tribuna del Congreso proponiendo a Sánchez una última oferta poco antes de la votación definitiva resume una negociación que puede calificarse de poco edificante.

Durante semanas, la ciudadanía ha asistido perpleja a la retransmisión en directo de una negociación que no era tal, sino una lucha por el poder en el seno de la izquierda caracterizada por la desconfianza y las animadversiones personales. En ningún momento PSOE y UP han negociado un programa de Gobierno de coalición en el que pactar acuerdos, desacuerdos y reparto de responsabilidades, como sucede en los países de nuestro entorno cuando afrontan con seriedad y responsabilidad esta tarea. La fallida investidura de Sánchez es la lógica consecuencia de un planteamiento tacticista que ha reducido un Gobierno de coalición en una riña por ministerios y competencias, siempre con la vista puesta en culpar al adversario (que no socio) ante la opinión pública en caso de que el diálogo naufragase, como así ha sucedido.

No es la primera vez que sucede. De hecho, es la tónica desde que la irrupción de los nuevos partidos en las elecciones del 2015 rompió los viejos equilibrios del bipartidismo. La undécima legislatura (2015-2016) se consumió en unos meses sin que ningún candidato lograra la investidura. La decimotercera (2016) salió adelante después de que una rebelión interna acabara con la salida de Sánchez de la secretaría general del PSOE. Si la pluralidad de partidos es positiva y refleja mejor la diversidad de la sociedad española, la nueva generación de líderes que desde el año 2015 domina el mapa político ha mostrado una lamentable incapacidad para superar el bloqueo y las líneas rojas que ellos mismos imponen.

Generacionalmente, han demostrado ser unos dirigentes más preocupados por la construcción y la difusión de un relato que por la gestión política, tal vez porque saben que, afortunadamente, la estabilidad que ofrece la UE evita que meses sin Gobierno o de desgobierno se cobren una factura insoportable en terrenos como el ámbito económico o la vertiente monetaria.

No lo han tenido PSOE y UP (cada uno con su responsabilidad), pero tampoco PP y Cs, que también se han abonado al bloqueo. Resulta llamativo que los partidos nacionalistas vascos y ERC hayan contribuido más que la derecha a facilitar que un Ejecutivo se ponga a trabajar de inmediato. Cuesta pensar que las heridas abiertas entre PSOE y UP cicatricen a tiempo para recuperar la confianza y lealtad que son la base de una negociación seria. Es difícil también imaginar que Albert Rivera abandonará la retórica incendiaria y que Cs se avendrá a regresar a su antigua vocación de partido liberal abierto a gobernar con derecha e izquierda. Una gran coalición a la alemana entre PP y PSOE es, al parecer, tabú en la democracia española. Pero cabe no llamarse a engaño: unas nuevas elecciones serían una pésima noticia. Erosionarían la confianza del Ejecutivo comunitario hacia España. Supondrían que un Gobierno en funciones tendría que afrontar la sentencia del procés. Y, sobre todo, aumentaría la brecha entre la política y los partidos con la ciudadanía, uno de los males del sistema político español.

Encontrar fórmulas para formar un Gobierno en septiembre con una mayoría parlamentaria solvente no es tan solo una obligación constitucional; son los deberes de verano inexcusables para toda una generación política que ayer suspendió sin paliativos.