Cuando empiezas un tratamiento de reproducción asistida no sabes hasta dónde llegarás ni cómo acabará. No saber es tal vez una de las cosas más difíciles de sobrellevar», escribía en el libro Mamá desobediente. Una mirada feminista de la maternidad, a raíz de mi experiencia. La infertilidad es uno de esos grandes tabús que rodean la maternidad, porque es una vivencia que no responde a lo que biológica y socialmente se espera de nosotras en una sociedad machista. Lo mismo sucede con una pérdida gestacional o una depresión posparto, que rompen con esa maternidad color de rosa que nos han vendido. Sin embargo, se trata de realidades que forman parte del hecho de ser madres, experiencias dolorosas que demasiado a menudo se viven en silencio.

A pesar de que se habla mucho de la infertilidad femenina, una vez más cargando el peso de la culpa en nuestras espaldas, los problemas de infertilidad no son patrimonio exclusivo de las mujeres. La infertilidad masculina existe. La densidad y el volumen total de espermatozoides de los hombres occidentales, en los últimos 40 años, se ha reducido a más de la mitad. Aun así, algunos se niegan a reconocer que son infértiles, porque piensan que esto pone en cuestión su virilidad.

Pero la infertilidad no es una enfermedad individual sino social. Vivimos en un entorno que nos dificulta tener criaturas, que nos obliga a posponerlo, con un mercado de trabajo precario, sin casi ayudas a la crianza, con precios abusivos en la vivienda, expuestos a contaminantes ambientales, con una alimentación insana. Todo esto contribuye a la infertilidad. Aunque el discurso es otro: «La culpa es tuya, mujer, por haber esperado demasiado». Hablar de la infertilidad nos ayudaría a normalizar esta experiencia, y a no sentirnos tan solas ni culpables.

*Periodista