Nuestra sociedad occidental está en crisis. No se trata solo de una crisis moral y de valores, o social, política e institucional, por grave que pueda ser. Se trata de un profundo cambio cultural. No estamos en una época de cambios, sino en un verdadero «cambio de época». Nuestro tiempo es como una «época de perplejidades», es decir, de incertidumbres, confusiones y dudas.

Más allá de todas estas crisis, hay una crisis que atraviesa el corazón de los hombres. Es una crisis radical, existencial, espiritual: una crisis que afecta al ser y a la existencia misma, a su sentido, a su validez, a su orientación fundamental. La «ruptura con la realidad» es una tendencia que se ha hecho predominante en nuestro tiempo. El hombre de hoy, con mucha frecuencia, no sabe ya --y muchos no lo quieren saber-- por qué ni para qué vive. Nuestro mundo occidental está lleno de muchas pequeñas cosas que facilitan y hacen cómoda la vida del hombre. Pero el bienestar material no llena su corazón.

En medio del cansancio y la desorientación actuales, el hombre siente la necesidad de un sentido, de un camino, de una razón por la que vivir y esperar, siente la necesidad de solidez, de verdad, de bien, de belleza y de eternidad.

En este contexto aparece la vigencia, más actual que nunca, de la parábola evangélica del tesoro escondido en el campo, que escuchamos en este domingo. Quien encuentra este tesoro, va, vende cuanto tiene y compra el campo, para adquirir ese tesoro: es el reino de Dios, es Dios mismo. Es el acontecimiento del encuentro con Dios mismo y su amor en Jesucristo. Un descubrimiento que ilumina todos los rincones de la existencia y de la realidad. Pese a todo lo que se diga, también el hombre actual sigue buscando inconscientemente ese tesoro, que vale más que todo, que salva su vida y le da una razón para vivir, amar, luchar y tener esperanza.

*Obispo de Segorbe-Castellón