No hay bandera suficientemente grande para tapar tanto vacío. El vacío de no tener más argumentos que la bandera. La campaña no hace más que embarrar un poco más el campo de juego habitual de la política. Se supone que en las democracias más avanzadas, deudoras de su propia conciencia y progresos históricos, los símbolos unen y no desgarran. La gente, ese «nosotros, el pueblo» que reza en las grandes declaraciones universales, tiene el punto de madurez para gestionar sus propias emociones, anhelos y, lo que es todavía más importante, su destino.

Se supone que en las democracias más avanzadas la sociedad no necesita salvapatrias ni arengas castrenses en tiempos de paz. La paz y la convivencia son demasiado valiosas como para manosearlas tanto.

Cuando los discursos políticos tienden a encender fuegos e inflamar heridas más que a templar ánimos e inyectar serenidad, es que nos estamos equivocando. La teatralización de las soluciones ofertadas lo devalúa todo.

Uno de los principales atributos de la política es la racionalización de las bajas pasiones y la búsqueda de respuestas cabales a los problemas de la gente. Neuronas y no bilis. Lo demás, es demagogia y el llamado populismo. Todos los partidos pueden degenerar en esa dirección en un momento dado. Sin duda. Pero el veneno está en la dosis, como decían los antiguos. Una sobredosis mata. Acaba con el sentido principal de la política envenenando la democracia. Ésta podría definirse también como el arte de armonizar la convivencia.

Claro que sentimos y deseamos modelos diversos e incluso antagónicos de sociedad. Albergamos ideas distintas y distantes. Ahora bien, conscientes de ello, no deberíamos levantar tantos diques dinamitando tantos puentes entre unos y otros. Hoy la moderación es revolucionaria. El mayor ejercicio disruptivo es no insultar.

This is Anfield. Esta es la mítica inscripción que obligatoriamente tienen que visualizar los equipos en el túnel de vestuarios del campo del Liverpool. Es como el gran recordatorio, instantes previos al partido, de que el peso de la historia les acompaña. Que sepan que allí se compite con honor y venderán muy cara la derrota. Una afición que también sabe valorar y aplaudir el juego del rival.

Anfield es el pueblo. La democracia y sus valores. No necesitamos salvapatrias. La gente paga, observa y juzga libre. Sé que esta es la metáfora más complicada posible. El paralelismo con el mundo del fútbol resulta arriesgado si buscamos el valor del respeto y la compostura. Pero precisamente por ello nos tendría que caer la cara de vergüenza cada vez que desde los estrados de la política se provocan juegos violentos. Son mucho más nocivos que los del deporte. Sus consecuencias resultan incomparablemente más lesivas. No necesitamos gestores de emociones colectivas enrollados en la bandera de todos. Necesitamos gestores de la convivencia democrática que ayuden a las personas en la búsqueda de un futuro mejor.

*Doctor en Filosofía