Desde Pascua hasta el mes de julio es en nuestra Diócesis el tiempo por excelencia de las confirmaciones. Este año ya he confirmado a varios centenares muchachos, jóvenes y adultos. Para mí, como obispo y sucesor de los apóstoles, ha sido una verdadera gracia y un motivo de profunda alegría imponerles las manos, ungirles en la frente con el santo Crisma y decirles por su nombre: «recibe por esta señal el don del Espíritu Santo». Han quedado así llenos del Espíritu Santo como los apóstoles en Pentecostés y, como ellos, han recibido la fuerza del Espíritu para ser testigos de Jesucristo hasta los confines de la tierra.

La confirmación hay que verla en continuidad con el bautismo y la primera comunión: los tres forman un único evento salvífico, que se llama iniciación cristiana. La confirmación acrecienta la gracia recibida en el bautismo: el bautizado es unido más profundamente a Dios, más firmemente a Cristo y más perfectamente a su Iglesia; y recibe una fuerza especial del Espíritu Santo para difundir y defender la fe, para confesar el nombre de Cristo y para no avergonzarse nunca de su cruz. En la confirmación, Dios confirma su amor fiel por cada uno de sus hijos bautizados y les concede la fuerza necesaria para vivir como hijos suyos.

Contando siempre con la gracia de Dios, que siempre nos precede y acompaña, la preparación a la Confirmación debe ser un proceso catecumenal personalizado con unos criterios básicos. En primer lugar, cada candidato ha de llegar a la convicción personal de que quiere ser cristiano, es decir, que quiere creer de verdad en Cristo. En segundo lugar es necesario que el proceso sea personalizado, lo que no excluye las reuniones y actos catequéticos en grupo. Por último, este proceso ha de llevarse a cabo dentro de la comunidad cristiana parroquial. Siempre con el apoyo de sus padres y familiares más directos.

*Obispo de Segorbe-Castellón