¿Quién no ha fantaseado con navegar en solitario por el Gran Canal de Venecia o disfrutar de unos instantes de intimidad con la Gran Esfinge de Guiza? Es el sueño del turista de masas, aquel que maldice a los miles de individuos que, vestidos como él, están a la misma hora en la misma cola que él, pensando lo mismo que él: ¿quién será este estúpido que me estropea el selfi? Casi un 60% de los visitantes se quejan de la masificación de la ciudad, según la encuesta de actividad turística de Barcelona. Fantástico dato comparado con el siguiente: más de la mitad de los encuestados repetían visita.

Todos llevamos dentro un pequeño tirano dispuesto a emerger a la menor oportunidad, disfrazado normalmente de exigencia innegociable de derechos. La tiranía del turista es manifiesta como parte contratante: exige que la ciudad esté a su servicio. La parte contratada vive en la contradicción. Cuando eran pocos los que venían a vernos, soñábamos con su llegada masiva y sus dineros; ahora que los forasteros se han convertido en económicamente imprescindibles, ya los vemos como un incordio, sobre todo los que no obtienen beneficio de esta industria. La cosa tiene mal arreglo, por eso se hacen encuestas.

Los americanos inventaron hace muchos años la pragmática democracia del sondeo: si el Gobierno tiene un plan, pero duda en aplicarlo por falta de consenso, primero deberá trabajar sobre la opinión pública para alertar de los peligros de la situación; cuando la alarma esté creada, deberán divulgarse unas encuestas subrayando la enorme preocupación social existente; luego el Gobierno, siempre atento a las prioridades de los ciudadanos, se prestará a intervenir con el plan previsto. No es de extrañar que las encuestas oficiales tengan la virtud de certificar las tesis oficiales. H

*Periodista