No puedo hablar de Japón con una recomendable solvencia. Solo he estado una vez, hace muchos años, para publicar en Destino algunos reportajes sobre la Expo que se celebró en la gran ciudad de Osaka. Me parece que ya he explicado, hace tiempo, algunos hechos y algunas curiosas experiencias de aquella breve estancia en Japón. Entre los hechos que no he olvidado figura la visita al pabellón de la India, que quería lucir modernización presentando una máquina de tren --la primera que había fabricado-- en contraste con el pabellón de Irlanda, que hacía promoción de sus románticos paisajes.

Ahora resulta que el emperador de Japón quiere introducir una innovación sin precedentes en el riguroso sistema institucional. Los cambios son radicales, si tenemos en cuenta que muchos japoneses se arrodillaron cuando Hirohito, el emperador, se dirigió por radio a sus súbditos tras la derrota en la segunda guerra mundial. Por primera vez oían su voz.

El rey actual de Marruecos, Mohamed VI, intenta ser renovador, naturalmente siempre con mucha prudencia, porque tiene detrás suyo una dinastía de muchos años. Se casó con una plebeya que conoció un día en una pista de tenis.

Si la tradición de aislamiento de la figura del emperador japonés se debilita, parece que la del rey de Marruecos gana volumen. Se ha ido a París con una corte de 300 servidores. Y nada de la discreción japonesa. Le ha acompañado su mujer y el contraste de vestuario entre ambos resulta notable. El rey lleva una chupa árabe de rayas mientras su mujer luce un conjunto moderno con pantalones.

La Rochefoucauld dijo que la humanidad no es tan buena ni tan mala como la imaginamos. Tenía razón, porque lo que llamamos humanidad es inimaginable. Es un muestrario de contradicciones, de generosidad y de abusos, de lujo y miserias. E incluso en nuestro tiempo, de reyes y vasallos. H