La actuación de los tres partidos de derechas --Partido Popular, Ciudadanos y Vox-- en las dos sesiones de la investidura de Pedro Sánchez anticipa lo que nos espera en la legislatura, si finalmente hoy el presidente en funciones supera la votación definitiva. El sábado, las tres derechas optaron, en cuanto al fondo, por el catastrofismo ante un futuro Gobierno de coalición entre el PSOE y Unidas Podemos (UP), que saldrá adelante con la abstención de ERC y de EH Bildu. En las formas, Pablo Casado, Santiago Abascal e Inés Arrimadas recurrieron al lenguaje grueso y al insulto. Las intervenciones fueron tan similares que costaba distinguir entre Casado y Abascal. Arrimadas se mostró algo más contenida, pero lo que hizo fue peor para la salud democrática: se pasó la sesión, como ya había hecho antes mediante llamadas telefónicas a algunos barones socialistas, arengando a la indisciplina de voto, al transfuguismo, una práctica que no hace muchos años fue condenada por todos los partidos, que se pusieron de acuerdo para evitarla.

Si la primera sesión careció por parte de las tres derechas de propuesta alguna --ni siquiera se detuvieron a criticar el programa PSOE-UP-- y centraron sus alegatos en denunciar la supuesta rendición del Estado a los independentistas, el ambiente de la jornada dominical no mejoró en nada. Intervenían los grupos minoritarios, pero eso no fue óbice para que el protagonismo fuera acaparado por las tres derechas. Aprovechando unas palabras de la portavoz de Bildu sobre el Rey y la democracia española, el PP, Vox y Ciudadanos montaron una bronca monumental. Las razones parecen claras, aunque equivocadas: el Partido Popular quiere emular a Vox, cuyo aliento siente en el cogote, pero eso solo favorece a la extrema derecha. Y Cs no quiere rectificar los errores que le hicieron perder 47 escaños.

La inexistencia de una alternativa razonable carga de razones a los firmantes del pacto de Gobierno y a quienes han decidido hacerlo posible. Lo que no significa que sea una buena noticia para el país.