El comportamiento desconcertante, quizá irresponsable, del presidente de Estados Unidos, Donald Trump, se ha agudizado a raíz de la crisis sanitaria en curso. Mientras su Gobierno ha activado un programa económico de emergencia, apoyado por el Partido Demócrata y por la Reserva Federal, para contener en lo posible las dimensiones del descalabro, las ocurrencias y contradicciones caracterizan el comportamiento presidencial. De forma que lo mismo propone un uso descabellado de desinfectantes a los enfermos del covid-19 que jalea a los manifestantes contra el confinamiento que él mismo dispuso en su día para, acto seguido, afear al gobernador republicano de Georgia haber autorizado la relajación de la cuarentena.

Nadie sabe qué pasa por la cabeza de Trump, instalado en el confort de una economía boyante durante tres años y que ahora se encuentra atrapado en una realidad perturbadora: las peticiones de desempleo ya suman 26 millones. Al empezar el año, el paro era de solo el 3%, el fracking prometía la autonomía energética y Wall Street estaba poseído por la euforia de los inversores; hoy es imposible calibrar cuál será el impacto real de la congelación de la economía y la reacción de la opinión pública.

Trump ha desaprovechado el silencio o la contención de los demócratas, y singularmente de Joe Biden, candidato a la presidencia. No hay duda de que la suspensión de las primarias hasta que se atenúe la pandemia ha privado a Biden de tribunas con eco y sin adversarios después de la retirada de Bernie Sanders, y tampoco la hay de que sus ausencias favorecían a Trump, pero acaso el derrotero de las opiniones presidenciales justifican silencios que son incluso más expresivos que las más aceradas críticas. En todo caso, la reacción de la comunidad científica y de los grandes medios ha cubierto con creces el mutismo de Biden, a pesar de lo cual Trump mantiene índices de popularidad estimables.

Mientras algunos analistas atribuyen al presidente haber cubierto hasta ahora las inconsistencias de su Administración con el culto a la personalidad y la proliferación de asesores sujetos a sus designios, tal estrategia choca en el presente con grandes incertidumbres que apenas atenúa la lluvia de dólares decidida para parar el primer golpe. Al mismo tiempo que en Europa se impone la paciencia en los largos confinamientos y en las no menos largas negociaciones de los estados para activar la economía cuando la evolución de la enfermedad lo permita, la crisis de dirección y liderazgo en Estados Unidos no es capaz de despejar ninguna incógnita. Desde luego, la Unión Europea no es un ejemplo de agilidad y prontitud, pero la necesidad poco menos que ineludible del consenso y las lecciones sacadas de la austeridad a toda costa impuesta por Alemania y los socios del norte durante la última crisis en algo han influido para buscar la cohesión a pesar de todo. El plan concreto de reconstrucción de la economía europea es aún bastante impreciso; en Estados Unidos, la debilidad histórica de la protección social tiende a agravarse salvo una conversión keynesiana de la Casa Blanca forzada por las circunstancias. Aun así, resulta precipitado concluir que Europa se encuentra en mejores condiciones que Estados Unidos, pero lo cierto es que nunca el líder de una superpotencia fue tan poco fiable como lo es Trump en esta crisis.