El momento más álgido de la pandemia de coronavirus coincidió en España con el inicio de la temporada turística, los preparativos para reabrir los establecimientos y la movilización del sector cara a la Semana Santa. Fue entonces, justo en la primera toma de contacto habitual para saber cómo funcionará el periodo estival, cuando se impuso el confinamiento más severo y cuando las perspectivas futuras planteaban un panorama ciertamente desolador, casi catastrófico. El turismo, uno de los principales motores económicos del país, con una aportación del 12,3% del PIB y unos 2,6 millones de empleos directos, se tambaleaba no solo por haber tenido que cortar de raíz las expectativas más inmediatas, sino porque la situación de entonces hacía prever un verano prácticamente en blanco.

Aun viviendo todavía en un estado de alarma que se prolongará previsiblemente durante el mes de junio, la progresiva desescalada y la entrada de una gran parte del país en unas fases de mayor relajación han contribuido a suavizar el pesimismo con que el sector encaraba una temporada que se presentaba como crítica. La percepción de ver el vaso medio lleno o medio vacío depende de la perspectiva con que analicemos un sector que presenta muchas variables, desde el establecimiento familiar y próximo hasta las destinaciones lejanas, desde el hotel de gran capacidad hasta la casa rural. Y es aquí, justamente, en esta diversidad de intereses, donde se plantean las dudas acerca de los resultados que cabe esperar de la temporada. Como expresan algunas voces de la patronal, el turismo ha dejado la UCI, pero todavía es pronto para saber cómo evolucionará en su recuperación. La demanda empieza a moverse, si bien es cierto que estamos hablando de expectativas y no de reservas concretas, puesto que buena parte de la población --la que no ha sufrido directamente los efectos económicos de la pandemia-- oscila entre la necesidad de abandonar la carga emocional de estos meses de enclaustramiento y la precaución a la hora de emprender proyectos vacacionales. Nos referimos, en primera instancia, al turismo nacional, que, a estas alturas, y en función de las características de cada región, se contempla como la panacea, con la llegada de la fase 3 a todo el territorio nacional y la posibilidad de llevar a cabo viajes entre provincias y comunidades. Trayectos de proximidad, en coche, con destinos seguros y conocidos, con estancias más largas, dejando lo exótico para otra ocasión.

La pregunta clave es si este tipo de cliente será capaz de ayudar a salvar la temporada o, como mínimo, a evitar que se generen pérdidas insostenibles. Hay que recordar la cifra de 83,7 millones de turistas extranjeros que España registró en el 2019. Es aquí donde se libra la batalla de las cifras positivas del sector. El cierre de fronteras, la práctica desaparición de los vuelos comerciales y la aún vigente cuarentena para los que llegan son factores que no invitan al optimismo, por cuanto es en el turismo de gran volumen donde se basa la vitalidad económica del sector. Ya se oyen voces, en especial en zonas fronterizas, que abogan por no esperar al 1 de julio para que los turistas que provienen de otros países -que también pueden considerarse de proximidad o domésticos, en el ámbito europeo- puedan entrar y disfrutar aquí sus vacaciones. Y también se sopesa la posibilidad de establecer «corredores aéreos seguros» con determinados países para asegurar el flujo de llegadas.

Combinar el máximo número posible de visitantes con las fórmulas de protección y distanciamiento establecidas por las autoridades será el reto de un sector capital en la economía que, sin llegar a la euforia, al menos contempla un panorama menos desolador que el de hace unos meses, con una aceleración paulatina que debería desembocar en una temporada ciertamente singular y complicada, pero con unos parámetros que ahora parecen más halagüeños.