El Rubicón es un pequeño riachuelo italiano que desemboca en el Adriático, al norte de Rímini. ¿De dónde procede su fama que excede grandemente a su importancia geográfica? De la decisión de Julio César de cruzarlo en el año 49 a.C., incumpliendo la prohibición acordada por el Senado de Roma, para los generales acompañados de sus tropas.

En el cauce del Rubicón se situaba el límite entre Italia y la Galia Cisalpina. Ningún gobernador de las provincias podía cruzarlo si no lo hacía desarmado. Los éxitos de César en la conquista de las Galias habían generado grandes recelos en el Senado, que acordó otorgar todo el poder a Pompeyo para acabar con la brillante carrera política del gobernador de los galos, al que acusaron de conspiración. Cesar dudó mucho qué hacer, nadie hasta entonces había desobedecido dicha interdicción. Detrás del enfrentamiento se hallaba la lucha entre la aristocracia, que controlaba el Senado, y las clases populares que veían a Julio César como su defensor, pues en las Galias promovía nuevas leyes agrarias que favorecían el reparto de las tierras entre los pobres.

Cruzando el río, César tomó una decisión arriesgada, de históricas consecuencias. Si para los oligarcas era una amenaza, para él se trataba de una oportunidad. Debía dar una respuesta extraordinaria a una circunstancia excepcional. ¿Encuentra el lector cierta analogía con la situación actual de la Unión Europea?

Un gran profesor de psicología de la Universidad Complutense, Rafael Burgaleta, decía que, ante un hecho inesperado y trascendente, la diferencia entre las personas que triunfan y las que fracasan estriba en que las primeras lo perciben como una oportunidad y las segundas como una amenaza. Pues la crisis sanitaria que vivimos, la dramática pandemia que se ha extendido por todos los rincones de la Unión Europea, sitúa ante un dilema similar a los gobernantes de sus veintisiete estados integrantes. ¿Preservar los intereses individuales de cada país por separado o afrontar conjuntamente los daños que se sufren?

En mi última colaboración mensual, del 19 de abril, que titulé Elogio del liderazgo, reflexionaba sobre el bien que reporta a una sociedad la existencia de líderes capaces, defensores firmes de los valores democráticos y dispuestos a romper con la rutina que busca siempre el camino más cómodo, o menos arriesgado. En la hora grave actual, semejante liderazgo es imprescindible. En Castelló, en el País Valenciano, en España y en Unión Europa. ¿Quién será capaz de sacar a la Unión Europea del atolladero en que se encuentra?

Hace tres años, emergía la figura de Emmanuel Macron como el visionario de un nuevo tiempo europeo. Su famoso discurso de la Sorbonne, en septiembre de 2017, así lo perfilaba: todo un programa de gobierno para los europeos. ¿Qué queda de aquella esperanza? No había otra alternativa, pues Merkel, ahora ya de retirada, nunca ha querido asumir otro papel que no fuese el doméstico, su horizonte se ha situado en los límites de los intereses de los alemanes, y poco más. Fiel a una cierta ortodoxia protestante, no ha pretendido ser como Helmuth Kohl o como Willy Brandt.

EN UNA ENTREVISTA en el Financial Times, que recogía Marc Bassets en El País hace unos días, la voz de Macron recuperaba el acento europeo, al calificar al actual de «un momento de verdad para Europa». El líder francés afirmaba que «sin una solidaridad financiera… está en riesgo la supervivencia del proyecto europeo» y, a continuación, añadía que «si no podemos hacerlo hoy, los populistas ganarán: hoy, mañana, pasado mañana en Italia, en España, quizá en Francia y en otros lugares».

La Unión Europea está en peligro. Se puede venir abajo todo lo avanzado en los últimos sesenta años, en poco más de un suspiro. Aquello que fue soñado durante dos centurias puede descomponerse en un par de reuniones de los que son responsables de preservarlo. Solidaridad se llama la medicina que ha de curar el mal que la invade. No es la hora de la retórica, es la hora de la fraternidad entre los pueblos europeos.

La Unión Europea no consiste en la coexistencia entre la Europa del Norte y la Europa del Sur. Son parte de un todo indivisible. No hay una Europa de los prudentes, de los que ahorran, de los que viven y trabajan según dictan unos principios virtuosos, y otra Europa de los irresponsables, de los que malgastan lo que no tienen, de los que se lamentan, pero reinciden diariamente en sus errores. La construcción europea, ahora tan solo a la mitad del camino deseado, es un proyecto unificador. Con criterios económicos y normas de comportamiento comunes, para hacer planes colectivos y resolver juntos los problemas. Más aún, si estos surgen por igual en todos los países miembros, igual en el norte que en el sur. Nadie puede quedar atrás, ni unos ni otros son culpables de la epidemia que nos acosa.

El Primer ministro del gobierno de los Países Bajos, Mark Rutte, y algún miembro de su equipo descalifican a Italia y España por ser despilfarradores, y se atribuyen una actitud austera -según ellos, debida a sus raíces calvinistas- de la que derivan una cierta superioridad moral. Pobres fundamentalistas que reescriben su historia. Los calvinistas y los inquisidores eran muy parecidos, compartían su posesión de la verdad absoluta y negaban cualquier derecho a discrepar, incluso el derecho a la vida, a los que no compartían su pensamiento. Hoy en día, su presunta actitud ejemplar es falaz, esconde su populismo y su egoísmo mezquino.

EUROBONOS, programas de reconstrucción, nuevos recursos para la sanidad, un plan Marshall global para toda la Unión. Piezas que deben encajarse en el puzzle europeo. Esta hora difícil que vivimos debemos aprovecharla como una oportunidad para avanzar más rápido hacia la integración política, mediante una mayor cesión de soberanía a las instancias de gobierno comunes.

En el diario de Santa Helena, Napoleón, europeísta tras leer a Voltaire, aunque luego antepusiese intereses personales a sus ideas primigenias, escribió este sabio consejo para la posteridad: «Sed fieles a las opiniones que hemos defendido y a la gloria que hemos ganado; fuera de ello, todo es vergüenza y confusión».

*Rector honorario de la Universitat Jaume I