Fue violación. También delito sexual en primer grado. Estos han sido los términos de la sentencia contra Harvey Weinstein, el que fue poderoso productor de Hollywood. Es importante decirlo con todas las letras, porque en esa condena diáfana está el interruptor que puede cambiar el humillante y lesivo menosprecio que sufren tantas víctimas de abusos y agresiones sexuales. Especialmente cuando entre ellas y el agresor media una relación de poder desigual.

El Yo sí te creo, hermana, uno de los lemas feministas, no es un pueril ejercicio de fe entre mujeres, es sobre todo el clamor contra un machismo estructural que, sistemáticamente, ha negado la credibilidad a las víctimas. Una estructura transversal que desacredita la palabra de la mujer frente al estatus del hombre poderoso. Las estadísticas desnudan la vergüenza. De cada 1.000 personas que sufren una agresión sexual en Estados Unidos, solo 230 acuden a la policía. De las denuncias, solo se derivan 46 arrestos. Únicamente nueve casos llegan a la fiscalía y cinco acaban en un juicio donde es condenado el acusado. No todos son encarcelados. A cada paso, la voz de la víctima es devaluada, callada, ignorada.

La condena de Weinstein es tremendamente real y, a la vez, llega cargada de simbolismo. El productor representa como nadie el poder económico, social y cultural. El #MeToo nació antes de las acusaciones contra el productor. Lo que pretendía ser un apoyo entre supervivientes de abusos creció y se hizo universal con el caso Weinstein. La sencilla etiqueta de Twitter se convirtió en un movimiento que ha fortalecido a las mujeres y ha arrojado luz sobre una violencia sexual que parecía impune.