Tengo querencia por el agua en todas sus formas. Soy capaz de echarme al mar en enero, y lo hago si tengo ocasión. También soy capaz de lanzarme a un cenote, esas misteriosas lagunas de la zona del Yucatán, en México, en cualquier momento, ignorando todas las advertencias de los lugareños. Soy adicta a los baños con reminiscencias clásicas, que alternan deleitosas aguas cálidas con chorros helados. Cuando llevo demasiado tiempo en secano, busco agua. Piscinas, ríos, lagunas, jacuzzis, spás… todo me sirve.

Por supuesto, me gusta nadar. Lo hago con frecuencia, sobre todo en periodos de mucho trabajo o muchos viajes. Cuando tengo que visitar un hotel, lo primero que miro es si tiene piscina, y si tiene, echo en la maleta el bañador, feliz porque sé que dispondré de algún momento de intensa felicidad allá donde voy. Nadar me consuela. Me ha consolado en los peores momentos de mi vida. Aunque, como buena adicta al agua, me gusta mucho más bucear que nadar. Hace años tenía mucha capacidad pulmonar y dejaba impresionados a mis amigos y a más de un mirón. Ahora me preocupa poco impresionar y mucho más ser feliz. Buceando soy una niña. La que fui, la que aún vive en mí, la que no quiero dejar de ser. Ligera, despreocupada, poco formal, feliz con sus piruetas de sirena.

A veces me pregunto qué me pasa con el agua, además de la pulsión instintiva que nos mueve a todos a adorar el medio del que procedemos. La explicación que me ofrezco es la siguiente: bajo el agua el mundo es otro. La existencia real se amortigua, se deforma, se distorsiona. La realidad queda lejos, reducida a un sonido extraño y lejano. Rigen otras leyes, entre las que el silencio es muy importante. También la ingravidez o, más exactamente, la levedad. A veces he comparado el mundo submarino de las piscinas con una buena novela. Mientras dura, existe y te hace feliz. Luego, vuelves a la realidad pero conservas el maravilloso recuerdo de haber vivido en otra parte durante un tiempo breve.

Hace un año perfeccioné mi relación con lo acuático y me apunté a clases de aquafitness. Lo primero que tuve que vencer fueron mis prejuicios: tonta de mí, antes de formar parte de él creía que se trataba de un deporte para viejas (perdón) y embarazadas. No soy ni lo uno ni lo otro, y confieso que me sorprendió que me entusiasmara tanto. ¿Saben ustedes lo que es no tener durante 50 minutos más preocupación que la de poner el pie donde la monitora --joven, esbelta y elástica-- desea que lo pongas? ¿Saben la satisfacción enorme que proporciona a alguien como yo, emparentada con los gansos en esto del deporte, ver de pronto que mi cuerpo responde, cede, se acostumbra y hace cosas que hace muy poco creía imposibles? Por poner un ejemplo (tengo muchos): llevarme el dedo gordo del pie (mejor el izquierdo) a la frente y aguantar unos segundos. Me han pasado muchas cosas en el último curso, muchas maravillosas, pero les aseguro que vivir unas horas a la semana en el agua y ser capaz de tales contorsionismos son dos de las mejores.

*Escritora