Se lleva toda la fama el 31 de diciembre, con los famosos propósitos de año nuevo y el gesto tan simbólico de arrancar la última hoja del calendario, pero cuando realmente intuímos que nuestra vida avanza algo es el 15 de septiembre, día más, día menos. La climatología suele secundar esta intuición con alguna que otra tormenta de final de verano. Su ausencia este año tiene a todo el mundo inquieto, mirando un cielo azul radiante y resoplando de nerviosismo.

Lo que están ya aquí, con la misma puntualidad de todos los años, son los fascículos. El afán por lo coleccionable, de vago cariz intelectual o no, hace mucho que llegó a sus máximas cotas.

Septiembre nos despierta, como cada año, ganas de aprender inglés o italiano, o de comenzar una colección por fascículos -¡qué antiguo suena!- sobre el Universo o sobre los dinosaurios, pero por lo visto también nos da ganas de montar una maqueta completísima de un Seat 600 que nos venderán por piezas, como la bicicleta de Zipi y Zape. Qué fascinantes somos los seres humanos.

Luego están las reentrés. Estos días menudean los anuncios de lo que viene: novedades editoriales, temporadas teatrales, las nuevas parrillas televisivas y radiofónicas, hasta estrenos navideños.

Un sonido anuncia el final de la calma chicha de agosto: los correos electrónicos que traen las novedades del inminente otoño-invierno.

En un centro de jardinería que suelo visitar, la semana pasada me dijeron que están ya muy atareados preparando la Navidad. Sentí un bienestar muy de esta época: el de saber que todo se sucede y que vienen sorpresas. En fin, qué le vamos a hacer, a las personas nos gusta que ocurran cosas.

Y esto, por supuesto, incluye al nuevo curso político, o debería. Cuando lo pienso, me dan ganas de correr a comprarme las primeras piezas de la maqueta del 600 al quiosco de la esquina. H