Ayer mi madre hubiera cumplido 96 años, falleció con 88 en una residencia. Esos lugares donde muchos mayores hacen su último empadronamiento. Aún recuerdo cuando iba a verla, lo hacía a solas y de manera reiterada, a pesar de que no me conociera o me confundiera con otro.

La confusión entre los residentes es muy común. Siempre que visitaba a mi madre, también saludaba a otra vecina del supuesto piso compartido. Era entrañable. Josefina , así se llamaba, me confundía con su nieto y yo, me disfrazaba del citado parentesco. Aunque el desgaste era mayúsculo, valía la pena. Cuando la saludaba, inmediatamente, entablábamos una conversación de bienvenida teñida de una ingenuidad infantil y una simplicidad de formas tan apasionante, que era muy sencillo mantener el diálogo. Solo bastaba con escucharla, asentir y sonreír. No pedía nada más.

Cada vez me costaba más visitar a mi madre. Mi patología, el estado anímico, los delirios… no estaban preparados para soportar los estímulos que allí sucedían y que zarandeaban mis pensamientos. Me aferraba hipócritamente a lo que el entorno entendía como la solución más inteligente para su calidad de vida, y a entender que lo mejor que le podía sentar a mi madre era la tranquilidad. Es curioso cómo las medias verdades, al final, parecen veraces si se refinan socialmente.

Un día de visita sufrí un brote psicótico que impidió el protocolo de bienvenida con Josefina. La encontré atada a una silla. Un cinturón atravesaba su vientre para ser anudado en la parte trasera del asiento, con un cojín que simulaba un parachoques. Por el aspecto de la hebilla desgastada se notaba que se usaba en más de una ocasión.

Pregunté, exento de educación, por qué la ataban, y si también ataban a mi madre. La respuesta de la auxiliar intentó ser amable, pero se transformó en temor. Supongo que por mi culpa. Era incapaz de entender la situación con calma y comprender en consecuencia por qué tomaron semejante decisión. Las razones para amordazarla eran semejantes a las disculpas para las contenciones que tienen lugar en los centros de salud mental. Un ejemplo real de cómo la psiquiatría puede ser empleada para reprimir.

«¿Por qué la atas? ¿No ves que es mayor? ¡Es como un niño! Tenéis que tener una justificación, dímela, por favor…».

«Está confundida… Quiere salir a la calle… se autolesiona… No tenemos personal suficiente para atender a todos los huéspedes de manera individual, además usted no es su familiar, sabemos lo que hacemos…».

Tengo fama de acabar las conversaciones impulsivamente, sobre todo cuando estoy nervioso. Así que también di por terminada la charla. No quería avergonzar a mi familia con mis modales psicóticos. La auxiliar tenía la vida de mi madre en sus manos.

Intento entender sin éxito el porqué de las contenciones. Me gustaría preguntárselo a los especialistas. Esos que utilizan su despacho como refugio mientras el personal auxiliar está ocho horas con el afectado y la consiguiente erosión de su empatía.

¿Qué hay que tratar primero, los síntomas o las necesidades?

El fallo real de la psiquiatría, de la gestión de la salud mental, de la racionalidad de los recursos, viene dado por un medio social que no está preparado para ofrecer una vida nueva a la persona que sufre.

¿Qué garantías de protección tiene la persona con trastorno mental grave en la sociedad? Igual que el sano debe tener una protección ante el enfermo, el enfermo igualmente debe tenerla ante el sano. Una persona sana tiene que saber quién es, sin recuerdos no es posible el reconocimiento de uno mismo. No existe identidad. H

*AFDEM