La relación de España con el mundo judío no ha sido plácida desde la expulsión de la Península, en 1492, de los miembros de esa confesión que no aceptaron convertirse al cristianismo, un infausto episodio de nuestra historia cuyo eco ha perdurado hasta fecha reciente. Es prodigioso que no pocos herederos de quienes fueron expulsados de aquí hace cinco siglos conserven todavía la llave de la casa que fue de sus antepasados; no, evidentemente, con la esperanza de recuperarla, sino como símbolo de la pervivencia de un profundo vínculo sentimental con España. Desde hace unos meses, además, es posible el acceso a la nacionalidad española de todos los sefardís -israelís o no- que demuestren descender de quienes fueron víctimas de los Reyes Católicos y la Inquisición. La ley que lo permite, que fue aprobada por unanimidad por el Congreso, ha tenido ya una notable respuesta en Israel y Francia. Es posible que solo unos pocos miles de personas estén en condiciones de acogerse a la norma y reencontrarse con Sefarad, pero aunque tardíamente se repara una injusticia histórica. Como acertadamente dice el presidente del Consejo de la Comunidad Sefardí de Jerusalén, entre España y los judíos ha habido “encuentro, desencuentro y reencuentro”.