¿Quién me tenia que decir, a mis casi setenta y nueve años de vida, Dios gracias, que tenía que vivir una situación como la actual a consecuencia de este coronavirus? Confinado entre las paredes de casa, sin poder ver a los hijos, a los nietos, a los amigos, ni poder ir a Lledó, a Castalia o al Archivo Municipal, donde muchas veces acudo en busca de material para trabajos que voy realizando.

Pero como no hay mal que por bien no venga, con tantas horas y tantos días sin tener que someterse a un horario de trabajo en concreto, he echado mano de vivencias y recuerdos para no acabar deprimido, aunque no siempre son buenas, porque también los hay de malos.

Recordé días de niño, cuando el Sábado Santo los amigos, surtidos de pequeños martillos de madera, íbamos aporreando las casas del vecindario cantando aquello de «ratetes, ratetes eixiu del forat que el nostre Sinyor ja ha ressucitat». Y luego, como veinteañeros, las fiestas de Pascua, en las que indicábamos a los propietarios de los masets de que las bombillas para el baile de después de la merienda fueran de poca potencia; fiestas de las que tantos noviazgos y matrimonios fueron saliendo en los años siguientes.

A la memoria, sin forzar, vienen también estos días los recuerdos felices del noviazgo, del matrimonio, del nacimiento de los hijos. Pero estos días he tenido tiempo también de leer a un escritor que aludía a la tragedia que supone el fallecimiento de tantas y tantas miles de personas sin tener el consuelo de un adiós de su familia o su presencia en un funeral y en el entierro. Recordaba a Giambattista que escribió sus Principios de la Ciencia Nueva, señalando que uno de los rasgos que diferencian a una sociedad civilizada de la barbarie es enterrar a sus muertos, y cómo para el pensamiento griego enterrar a los muertos era un deber sagrado como se recoge en la Ilíada.

Y me vino el recuerdo de la peor noche de mi vida, cuando en 1969 falleció mi madre en la clínica San Ignacio de Madrid, donde fue operada del corazón, no pudiendo sobrevivir a consecuencia de una embolia. Aquellas horas solos con ella mi padre y yo, y un viaje de retorno tras el coche fúnebre que no se lo doy a pasar a nadie. Sólo nos consoló al llegar a casa vernos rodeados de la familia, el vecindario y los amigos abrazándonos. Por eso insisto en lo triste que son los fallecimientos a consecuencia de este maldito virus.

Mueren ricos y pobres, de izquierda y de derecha, de arriba y de abajo. En poco tiempo han fallecido dos personajes muy importantes en la historia de España: Enrique Mújica, ministro socialista, uno de cuyos hermanos fue asesinado por ETA y cuya gestión contribuyó a ir debilitando a ese grupo terrorista; y Landelino Lavilla, ministro también de Justicia y presidente del Congreso en el 23-F, al que conocí cuando, invitado por un común amigo, asistí al momento de su elección como presidente de UCD, cuando ese formidable partido ya había entrado en descomposición.

A ELLOS, y a otros muchos políticos claves en la transformación de este país, las posteriores generaciones siempre deberán rendirles homenaje. Llegaron a la política con brillante preparación personal y tras un eficaz trabajo en la Administración o en la empresa privada. No llegaron para vivir de la política sino a servir a la política.

Al ver a los soldados me ha venido el recuerdo de otoño de 1962 cuando, estando en el servicio militar, pasamos la noche en los camiones de Transmisiones a uno y otro lado del puente de Vila-real y el pantano de Maria Cristina, mientras el agua saltaba cuatro metros por encima de la presa y se temía que reventara con el consiguiente peligro para Almassora y Castelló.

¿Y qué decir de los profesionales de la sanidad? Me han venido a la memoria los médicos que me atendieron a mí y a mi familia durante muchos años: Vicente Altava Palomo, Santiago Moya, Luis Senís, Nicolás Martínez, Víctor Menezo y tantas y tantos que lamentablemente ya no están entre nosotros. El personal de los centros hospitaliarios está ganándose el cielo en la tierra, porque algunos han perdido la vida por los demás.

Entre las peores cosas que ocuren con este autoencierro es no poder ver a hijos y nietos. Pero gracias al teléfono podemos contemplarlos. Mis hijos y mis nietos me dicen, por ejemplo, que mi nieta Noa, afectada por el Sindrome de Rett en todo este tiempo está de lo más cariñosa, sorprendida por ver tantos días a sus padres y hermanos. Y con los amigos hago uso también del teléfono y del WhatsApp, donde tengo un grupo extraordinario, «Familia feliz», que nació en Tierra Santa. Estoy absolutamente seguro de que todo esto sacará lo mejor que tiene dentro tantísima gente y el mundo mejorará. Y el que saque lo peor que lleva dentro, peor para él.

Por eso mismo, y para terminar, me quedo con las imágenes de la soledad del Papa, bajo la lluvia el Jueves Santo y la imagen del Viacrucis en el Vaticano despoblado, leyéndose unos textos llenos de humanidad de presos o familiares de presos de las cárceles italianas.

*Periodista