No creo que haya ningún otro país con tantos expertos amateurs en confinamientos y desescaladas. También será difícil encontrar en otra parte a tantos especialistas en comparaciones desfavorables. A partir de la frase «dejan abrir los bares y en cambio...» , que se puede aplicar a escuelas, negocios o a lo que se quiera, los españoles vienen a expresar aquella preocupación del ¿cómo está lo mío? Con griterío anatemizante de la oposición como telón de fondo, el exceso de palabrería y un sensible déficit de propuestas concretas de cambios forman nuestra manera peculiar de volver a la normalidad. Se trata asimismo de una buena táctica para no reconocer que de momento estamos saliendo bastante bien librados de la pandemia, porque nadie quiere decirlo. Y aunque ha sido muy excesivo el precio pagado en vidas de gente mayor que ha tenido que irse por el cinismo y la dejadez ajena, no crean que recorren nuestras calles esperanzas de que se haga justicia. La sabiduría popular le anuncia a la gente que tendremos ruido, espectáculo parlamentario, y la nada, mientras muchos sueldos públicos trabajarán para que la nueva normalidad se parezca lo máximo posible a la vieja.

Ha sido casi un milagro. Un Gobierno titubeante y de discurso disperso, aunque con buena voluntad, acertó en lo esencial: confinar y pedir higiene. Con la complejidad añadida y atípica del modelo autonómico lo tenía peor que en el resto de Europa. Pero Pedro Sánchez ha vuelto a caer de pie. Contra todo pronóstico logró que sus minúsculos, discontinuos y reticentes apoyos fuesen suficientes para sacar adelante el estado de alarma el tiempo necesario, sin disponer hasta muy tarde de los medios necesarios para combatir el virus. Le acosaron desde la oposición como a ningún otro gobierno europeo. Ahora debe volver al problema económico y a su programa social, pero delante tiene a Casado, con cara de víctima enfadada porque le ha corneado por su epidemia favorita.

*Periodista