La huelga de ayer, 8-M, Día Internacional de la Mujer, consiguió el primer objetivo que pretendía la movilización más contundente y multitudinaria del feminismo en toda la historia de nuestro país: hacer visible una lucha que no solo es necesaria y urgente sino que nos atañe a todos. Las reivindicaciones feministas no se reducen, a pesar de lo importantes que son, al derecho a la igualdad, al fin de la violencia machista y de los abusos sexuales y las agresiones, al arrinconamiento de la brecha salarial, a la elevación de la dignidad del trabajo doméstico, a la rotura del techo de cristal o a la valoración de la economía invisible que sustentan las mujeres. Van mucho más allá.

Mary Beard, una famosa latinista que ha reflexionado sobre la trascendencia del movimiento feminista, relata que fue Telémaco, el hijo de Ulises, quien «fundó» la supremacía masculina en la Antigüedad. Hizo callar a su madre, «porque el poder del hombre está correlacionado con su capacidad de silenciar a las mujeres». Así ha sido durante siglos, pero en los albores del XXI, cien años después de las luchas sufragistas en Inglaterra, ha llegado definitivamente el tiempo de parar. El tiempo de hacerse oír y de que la voz de las mujeres irrumpa en las calles y, en consecuencia, se apodere de la primera página de los medios de comunicación social, donde la huelga ha tenido una especial incidencia.

Más allá del éxito de la jornada, con manifestaciones históricas en las principales capitales españolas y con un eco generalizado a nivel mundial (con diversos grados de seguimiento y, no lo olvidemos, de represión), el 8-M debe valorarse en función de un hito singular. No sirven aquí los parámetros de una huelga convencional. Aun a pesar de las cifras positivas --unos seis millones de personas siguieron el paro-- debe calibrarse el día de ayer como una eclosión social de primera magnitud por su trascendencia y por lo que significa e impone cara al futuro. Ya no sirven palmaditas en la espalda, brindis al sol como el que ha protagonizado Mariano Rajoy o declaraciones, como la de la ministra Dolors Montserrat, asegurando que «ser feminista es una etiqueta».

El concepto de sororidad --la solidaridad femenina que se resume en el lema Juntas somos más- se implantó ayer mismo como un grito que también resuena a favor de una sociedad que debería ser más igualitaria y más justa.