Las vacaciones están acabando para la mayoría de quienes han podido hacerlas. En mi caso han incluido, más que nunca, un esforzado intento de desconexión de aquellos miedos acumulados durante la mayor parte de este infame año 2020. Me escapé de la gran ciudad después de la disciplinada confinación a la que me sometí durante tres meses. Los que somos aprensivos e hipocondriacos nos hemos convertido, durante la pandemia de coronavirus, en nuestros propios celadores y hemos cumplido a pie juntillas con todas y cada una de las indicaciones que nos mandaba don Simón , el epidemiólogo al que, en casa, hemos adoptado como si fuera un familiar más. Después, cuando parecía que la disciplina ciudadana había surgido efecto y la desescalada anunciaba una relativa vuelta a una nueva normalidad, volvieron los contagios y con ellos el mal presagio de que lo peor está por llegar.

Ahora, cuando entremos en otoño, los días se volverán más cortos, el frío contribuirá al desánimo común y la tristeza se precipitará otra vez sobre nosotros. Serán unos meses muy duros. Se rumorea que las ocupaciones de viviendas aumentarán exponencialmente, sin una ley que ampare al propietario. El desempleo se disparará –ya vamos por 3.700.000– y la depresión se cernirá sobre muchas personas.

Dicen que antes de diciembre aparecerá una vacuna. Para quienes se la pongan será el comienzo de un cambio físico y sobre todo psicológico, porque la vieja realidad, es decir, el estado en el que vivíamos antes del covid-19, tardará aún en restablecerse. Mientras pasa todo esto, tendremos que seguir soportando la matraca de los políticos de aquí y de allá que se acusarán de todo lo vituperable en vez de amarrar el hombro todos a una para sacarnos de la mierda en la que estamos atrapados.

*Actor y director de Teatro